Una de las cosas que más extrañé de Cuba en mis 10 años de
ausencia fue el sonido de los trenes. Vivir en una estación y dormir a muy pocos
pasos de la línea principal, me hizo dependiente de ese traqueteo acompasado
que dividía en dos mitades al Paradero de Camarones.
Al día siguiente de nuestra llegada, a primera hora de la
mañana, salimos rumbo a la Estación Central. Tarde en la noche, había escuchado
los largos pitazos de una locomotora en dirección a la estación de Ciénaga. Los
asumí como la primera señal de bienvenida que me daba La Habana.
Desembocamos por la misma calle que solía hacerlo en la ruta
43. Casi todo el paisaje estaba intacto. El fuerte olor a gas, las colas de las
guaguas y los escándalos de los solares circundantes permanecían en el mismo
lugar que los dejé. Solo una cosa había cambiado radicalmente: los andenes
estaban vacíos.
En los años 80, incluso en los peores 90, era imposible
llegar hasta allí y no encontrar por lo menos tres o cuatro trenes que acababan
de llegar o estaban a punto de irse hacia los extraños pueblos. En todo el
patio no había más que dos vagones Budd, encallado como barcazas en un apartadero.
Eran las ocho de la mañana
y el próximo tren saldría al amanecer del día siguiente. No me quedaba más
remedio que seguir esperando. Una vez más, La Habana me dio una lección de
paciencia; justo ella, la que más la ha tenido de todos nosotros.
3 comentarios:
El olor a gas... ves?... ése es el olor distintivo cuando uno llega a La Habana.
Precioso Camilo, tienes el don de describir poeticamente la realidad de Cuba, te felicito.
Es cierto, ha sido la Habana la más paciente, esperaba tu regreso y tus crónicas del viaje, vas bien… Venegas.
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