Nunca aprendí a bailar. Tengo una casi perfecta falta de coordinación entre torso, brazos y pies. “Es un problema de oído”, me dijo alguien una vez. Por eso, después de pensar en ello semanas enteras, traté de oír. Pero fue peor aún, porque cuando por fin entendía lo que había escuchado, ya no estaba a tiempo de indicarle a mis pies lo que tenían que hacer. No pocas muchachas del Paradero de Camarones sufrieron en carne propia esos desfases. Ellas fueron las primeras que desistieron en el empeño de que yo aprendiera a moverme como un cubano.
Eso, al principio, me provocó un gran trauma. En mi cabeza no cabía aquello de que El Chiqui lograra sacudirse mejor que John Travolta. Me frustraba ver cómo El Venao empezaba a caminar hacia atrás con sólo subirse las mangas hasta los codos. Al final todos en el pueblo acabaron aprendiéndose el bailecito de Michael Jackson, todos, menos yo.
Mi única oportunidad de entrar en aquel ruedo de cemento pulido era cuando las luces disminuían y Roberto Carlos le cantaba al “gato que está triste y azul”, aquel que “nunca se olvida que fuiste mía”. Así fue que conocí a Juana Granados, mi primera novia, una rubita que era cuatro años mayor que yo y que se parecía a Olivia Newton-John (aunque siempre prefirió guarachar a lo Celia Cruz).
Mi padre fue un gran bailarín. Todavía me parece verlo, moviendo sus pies como si se deslizara por el agua, siguiendo cada gesto de Bacallao, el cantante de la Orquesta Aragón. Nunca me lo dijo, pero él también estaba decepcionado con la idea de que yo no supiera bailar. Sus dos grandes pasiones eran el baile y la pesca submarina. En ambas fui un fracaso. Como Martí, el arroyo de la sierra siempre me ha complacido más que el mar. Por eso para mí aquellas semanas de navegación junto a él eran una verdadera tortura. “Algún día te arrepentirás de no haber disfrutado esto”, me decía cuando el barco por fin fijaba su proa de regreso a Casilda, un puerto del sur de Cuba.
Me he arrepentido de muchas cosas, pero aún sigo convencido de que si me hubiera quedado en tierra firme durante aquellas interminables semanas, habría “pescado” mucho más. Lo mismo me pasa con el baile. Con los años he aprendido que quedarse en las mesas puede ser mucho más divertido que dar vueltas y vueltas debajo de una bola de vidrio que también da vueltas y vueltas.
He vivido dieciocho años con una de las habaneras que mejor baila y tampoco ha sido suficiente. Por fortuna, cuando la conocí, oíamos canciones que no se bailaban. Uno puede pasarse una noche entera oyendo a Silvio, a Serrat o a Sabina sin que a nadie se le ocurra dar ni un solo pasillo. Eso ha sido, realmente, una gran ventaja. Por eso estoy eternamente agradecido de ellos, y de muchos trovadores más, por haberme ayudado a esconder mi gran discapacidad. Desde Suiza me eviaron una intimidante pregunta: “¿Sabes bailar tan bien como los cubanos que andan por estos predios?”. Sé que es difícil de imaginar, pero nunca aprendí, jamás supe qué hacer en casa del trompo. Yo también soy de los que lleva la clave por dentro.
Eso, al principio, me provocó un gran trauma. En mi cabeza no cabía aquello de que El Chiqui lograra sacudirse mejor que John Travolta. Me frustraba ver cómo El Venao empezaba a caminar hacia atrás con sólo subirse las mangas hasta los codos. Al final todos en el pueblo acabaron aprendiéndose el bailecito de Michael Jackson, todos, menos yo.
Mi única oportunidad de entrar en aquel ruedo de cemento pulido era cuando las luces disminuían y Roberto Carlos le cantaba al “gato que está triste y azul”, aquel que “nunca se olvida que fuiste mía”. Así fue que conocí a Juana Granados, mi primera novia, una rubita que era cuatro años mayor que yo y que se parecía a Olivia Newton-John (aunque siempre prefirió guarachar a lo Celia Cruz).
Mi padre fue un gran bailarín. Todavía me parece verlo, moviendo sus pies como si se deslizara por el agua, siguiendo cada gesto de Bacallao, el cantante de la Orquesta Aragón. Nunca me lo dijo, pero él también estaba decepcionado con la idea de que yo no supiera bailar. Sus dos grandes pasiones eran el baile y la pesca submarina. En ambas fui un fracaso. Como Martí, el arroyo de la sierra siempre me ha complacido más que el mar. Por eso para mí aquellas semanas de navegación junto a él eran una verdadera tortura. “Algún día te arrepentirás de no haber disfrutado esto”, me decía cuando el barco por fin fijaba su proa de regreso a Casilda, un puerto del sur de Cuba.
Me he arrepentido de muchas cosas, pero aún sigo convencido de que si me hubiera quedado en tierra firme durante aquellas interminables semanas, habría “pescado” mucho más. Lo mismo me pasa con el baile. Con los años he aprendido que quedarse en las mesas puede ser mucho más divertido que dar vueltas y vueltas debajo de una bola de vidrio que también da vueltas y vueltas.
He vivido dieciocho años con una de las habaneras que mejor baila y tampoco ha sido suficiente. Por fortuna, cuando la conocí, oíamos canciones que no se bailaban. Uno puede pasarse una noche entera oyendo a Silvio, a Serrat o a Sabina sin que a nadie se le ocurra dar ni un solo pasillo. Eso ha sido, realmente, una gran ventaja. Por eso estoy eternamente agradecido de ellos, y de muchos trovadores más, por haberme ayudado a esconder mi gran discapacidad. Desde Suiza me eviaron una intimidante pregunta: “¿Sabes bailar tan bien como los cubanos que andan por estos predios?”. Sé que es difícil de imaginar, pero nunca aprendí, jamás supe qué hacer en casa del trompo. Yo también soy de los que lleva la clave por dentro.
6 comentarios:
Parece que sufres del mismo complejo que padecía Cabrera Infante, no saber bailar chachachá siendo cubano. La verdad es que muchos cubanos aquí en Europa parece que tenemos que bailar bien por obligación o por topicazo. En mi caso, yo descubrí en mí un buen bailador aquí en España, aunque la cosa nunca acabó de gustarme demasiado. Hace ya unos pocos años que no voy a un salón de baile. Eso sí, me arrepiento un poco de no haber bailado más en Cuba, ya que así hubiera ligado más, sobre todo en mi época del Pre cuando, efectivamente, tenías más exito imitando a M Jackson o a John Travolta que leyendo a Juan Ramón Jimenez.
Saludos, poeta.
Esto demuestra lo que dicen muchos, que los cubanos son los argentinos del caribe. Muy bueno. Te felicito.
Camilito. Bello articulo y tan a mi estilo. Estás mejorando. Abrazos. Hoy voy a San Antonio de los Baños, contaré mi historia.
Mismo problema padezco. Agravado por el hecho de que, aunque puedo hacerlo si es mucha la insistencia, si no me tomo seis cervezas o seis rones antes, me muero de la vergüenza... Aun a esta avanzada edad.
Pues yo soy cubano y estoy en la misma situación: Nunca he sido un buen bailador. La verdad es que me enredo, se me enredan los pies o lo que sea. Aunque sea cubano.
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