(Prólogo del libro Antonio Muñoz, del Escambray a Tokio, de Fernando Rodríguez Álvarez)
Comencé
a desarrollar mi sentido de pertenencia alrededor de la bocina de un viejo
radio Westinghouse. Estaba encima del piano de mi prima Lucy y en él, mis
abuelos y yo, oíamos las hazañas que las estrellas de mi provincia lograban en
los diamantes de la Isla.
Corría
ya la segunda década de la Cuba revolucionaria. En 1977 por fin mi madre
consiguió el derecho a comprar un televisor ruso. No fue hasta entonces que mi
héroes empezaron a tener rostros; aunque siempre se veían difuminados por los
grises de una imagen distorsionada, a veces temblorosa.
En la
próxima temporada (yo tenía 10 años y Cienfuegos, la capital de mi territorio,
un nuevo estadio), mi abuelo decidió llevarme a ver un juego. Recuerdo que había
mucho frío. A lo lejos, un enorme resplandor
se proyectaba contra el oscuro cielo de la bahía.
Después
de pasar un estrecho túnel, por fin se hizo realidad el escenario que tanto me
había imaginado. Ninguna obra teatral ni concierto alguno jamás me ha
emocionado tanto como el espectáculo que presencié aquella noche. Gracias a un
libro de Fernando Rodríguez Álvarez ahora sé que ocurrió el 8 de marzo de 1978.
Cuando
leí Pase usted, Señor Jonrón. La verdad sobre Cheíto Rodríguez (2013), recuperé
las fechas y las cifras exactas de algo que me define pero que estaba a punto
de extraviar: la legendaria trayectoria de un puñado de peloteros que jugaron
en un mundo que desaparece poco a poco.
Cuando
el libro sobre Cheíto Rodríguez cayó en mis manos, no pude parar de leer hasta
alcanzar la última página. Inventé una excusa para no ir a trabajar y aplacé
para el próximo día todos los pendientes. Durante esa inmersión confirmé por
qué era cubano y por qué no podía ser otra cosa.
Al
final de la jornada escribí un post en El Fogonero: “He disfrutado sus 376
páginas como si viera lo que se cuenta en ellas proyectado sobre una pantalla.
Las abundantes estadísticas recogidas en el volumen me ha permitido, además,
reconstruir con lujo de detalles algunos de los momentos más emocionantes de mi
infancia”, confesé.
Fue
así que Fernando Rodríguez Álvarez y yo entramos en contacto. Poco después supe
que ya estaba enrolado en otro proyecto, Armando Capiró, grande por siempre (2014), sobre la vida y desgracia del mítico jardinero de los equipos de la
capital cubana.
Cheíto
Rodríguez y Armando Capiró tiene dos cosas en común, además de haber sido
rutilantes estrellas del béisbol cubano, sufrieron las consecuencias del
totalitarismo y sus carreras deportivas se vieron truncadas justo cuando ambos
se encontraban en su mejor forma.
Los
abundantes testimonios que Fernando acopió para sus libros, bastan para probar
la naturaleza autoritaria y cínica que se escondía detrás del presunto
romanticismo del béisbol revolucionario. Por primera vez, los protagonistas de
aquella época hablan sin coerciones ni censuras.
El
día que Fernando me convidó a escribir el prólogo de Antonio Muñoz, del
Escambray a Tokio (2015), volví a caer en la sala de la estación de trenes
donde transcurrió mi infancia. El uniforme de Las Villas era anaranjado, pero
en el televisor ruso se veía gris claro, con un central azucarero bordado en la
mitad del pecho.
Cuando
leía los capítulos del libro, veía todas las imágenes en blanco y negro. La
primera vez que me llevaron al estadio, Cheíto dio dos jonrones; pero Muñoz
pegó uno que pasó por encima del techo del estadio y fue a dar justo al punto
donde colgaba la Luna cienfueguera.
No
olvido al Gigante dándole la vuelta al cuadro, muerto de la risa, mientras
Cheíto salía de la cueva a darle un abrazo. Mi ojos de niño filmaron aquella
secuencia con un material imborrable que suelo ver de vez en cuando, proyectado
sobre esa gran pantalla que es el subconsciente.
Apenas
se han escrito libros sobre el béisbol cubano. Aunque ese deporte es uno de los
signos vitales de nuestra identidad, son pocos los textos que lo abordan como tal.
Solo Roberto González Echevarría, Leonardo Padura, Raúl Arce y Norberto Codina,
entre otros pocos, se han esforzado para que todo eso no se quede atrapado en la
apasionada tradición oral de los aficionados.
Con
la trilogía Pase usted, Señor Jonrón, Armando Capiró, grande por siempre y Antonio Muñoz, del Escambray a Tokio, Fernando Rodríguez Álvarez no solo se
une a ese reducido grupo de escritores, también establece un hilo conductor que
le da orden a algo que se conserva —lo poco que se conserva— de una manera muy
desordenada.
Todo
lo que alcanzó a tocar la revolución en Cuba hoy está en franca decadencia; el
béisbol no es la excepción. Las generaciones del futuro solo tendrán memoria de
los peloteros cubanos que se han establecido en Grandes Ligas. Sobre todo
porque su trayectoria y sus logros estarán siempre a salvo bajo el manto memorioso
de la centenaria institución.
Cuando
eso suceda, el legado de los grandes peloteros que solo jugaron dentro de Cuba
y en campeonatos internacionales de poca importancia, podría empezar a
extraviarse. De ahí la importancia de los libros de Fernando Rodríguez Álvarez.
Desde
principios de la década del 60 hasta finales de los 80, en Cuba jugaron muchos
peloteros que, de haberlo hecho en Grandes Ligas, con seguridad hoy sus nombres
estarían entre los inmortales de Cooperstown. Pedro José Rodríguez, Armando
Capiró y Antonio Muñoz son tres de ellos.
Comencé
a desarrollar mi sentido de pertenencia alrededor de las bocinas de un viejo
radio. Gracias a los tres libro de Fernando Rodríguez Álvarez he recuperado hechos,
expresiones, frases, derrotas y triunfos que conforman las claves por las que soy como soy.
Las
páginas de estos volúmenes son, al menos para mí, como un telescopio. Si miro a
través de ellas, vuelvo a dar con estrellas que ya se apagaron. De ahí,
insisto, la gran importancia de este esfuerzo descomunal de Fernando. Gracias a
él la luz de estos astros sigue viajando en el tiempo, alejándose de la
peligrosa oscuridad del olvido.
3 comentarios:
Camilo, con este post has bateado otro jonrón!!!
Escribiendo, tú eres un jonronero tan grande como Muñoz y Cheito. Coño, guajiro, qué manera de escribir bien; me hiciste llorar con esa descripción de tu primera visita al 5 de Septiembre.
Solo por el prólogo vale la pena tener el libro!!! Gracias por ponerle al tanto de la labor de Fernando; necesitamos muchos cubanos como él. Buscaré en Facebook sus libros hoy mismo.
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