31 enero 2019

Mala fe

La policía de la dictadura impide que la Camerata Romeu 
ayude a los damnificados por el tornado en el pueblo de Regla.
No dudo de la buena fe (no me refiero a los Pasteles Verdes de Guantánamo, sino a la convicción en sí) de los que quieren colaborar, ayudar o socorrer a esas familias cubanas que un rabo de nube les arrebató lo poco que tenían.
También me conmueven los que no son cubanos y buscan la manera de aportar algo, por poco que sea. Pero tampoco me engaño. A los que sufren en este momento en La Habana, no llegará ni un solo centavo de lo que depositen en las cuentas de la dictadura. 
Varios artistas, algunos muy reconocidos, se han quejado hoy de que el régimen no les permite ejercer la solidaridad por cuenta propia. Zenaida Romeu, directora de la Camerata Romeu, denunció en las redes sociales que su agrupación fue desalojada por la policía de un barrio donde ofrecían ayuda humanitaria.
A ellos no les interesa el bienestar de la gente sino el control sobre ella. Mientras menos tengan, mientras más desesperados y necesitados estén, más fácil se hace su dominación. Por eso la mejor manera de socorrer a los cubanos que sufren hoy es no darle respiro a la dictadura, denunciar sus atrocidades día a día.
Es necesario poner una palabra sobre la otra, como si fueran ladrillos. Llegará el momento en que la verdad de tantos será un muro incontestable para esos pocos que hoy tienen a Cuba sumida en el oprobio.

29 enero 2019

Cuba ya no existe

Cuba, el país donde nací, ya no existe. Lo que hay en su lugar es un paisaje de ruinas y símbolos muertos. Por más que andes entre el cabo de San Antonio y la punta de Maisí, creerás que no te has movido del lugar. Todo se repite como un loop: pueblos desolados, ancianos ociosos y ruido, mucho, mucho ruido.
Las imágenes de miseria casi porno que exhibe Cuba hoy, se usaban en los libros de texto de mi infancia para demostrar el horror del colonialismo en África. Hace unos días, buscando fotografías de los ferrocarriles en Internet, di con el interior de un vagón. Me costó muchísimo reconocer los rasgos del cubano en aquellos rostros. 
El domingo pasado admití delante de un querido amigo que ya no tengo nada que buscar en Cuba. El lugar de donde vengo solo existe en libros, discos, retratos de familia, recuerdos imborrables y en eso que los sociólogos llaman “sentido de pertenencia”. 
El domingo pasado un rabo de nube se ensañó con La Habana. Ocurrió tal como lo describe Silvio Rodríguez en su canción, aunque con un devastador y nada poético desenlace. El régimen, en lugar de concentrarse en socorrer a las víctimas, organizó una marcha fascistoide con antorchas y consignas.
Cuando leo noticias tan bochornosas como esa, reafirmo todo lo que pienso y duermo con la conciencia tranquila, rodeado de la Cuba que necesito: libros, discos, retratos de familia, recuerdos imborrables…

20 enero 2019

Laika

Fue la primera responsabilidad que Diana Sarlabous y yo compartimos. En la tienda nos recomendaron un bóxer atigrado que tenía todos los papeles del pedigrí. Pero a su lado había una cachorrita blanca e indocumentada (al bóxer blanco no se le reconoce el pedigrí) con una lengua que no le cabía en la boca.
No pudimos resistir su mirada. A través de la jaula, clavó sus ojos grandes en nuestros corazones y una hora después ya la teníamos en la terraza del apartamento. Luego se mudó con nosotros a El Bohío y, cuando estuvo lista la cabaña en la Loma de Thoreau, se hizo cibaeña.
En la montaña encontró tanto espacio para andar que acabó extraviándose. Nos pasamos toda una semana buscándola. Ya estaba empezando a caer la noche del sábado cuando decidí hacer un último intento. Me acerqué a un barranco enorme y empecé a llamarla.
El eco de mis gritos era la única respuesta. Cabizbajo, volví al Jeep y, cuando lo iba a poner en marcha, descubrí a sus ojos grandes frente a mí. Diana lloró tanto como yo de la alegría. Desde que le llevamos a Jack y a Buck (dos cachorros de labrador), asumió el rol matriarcal en la pequeña manada.
Aun gravemente enferma, cuidaba de ellos, enseñándoles los secretos del terreno y la disciplina a seguir. Desde el domingo pasado, cuando nos despedimos, no logramos quitarnos la tristeza de encima. Por Coco, la conmovedora película de Pixar, sabemos que ella ahora es nuestro alebrije. 
Cuando los amigos que nos visitaban la veían correr por la Loma y lanzarse a dar vueltas por la hierba, solían decir que Laika era la perra más feliz del mundo. Nosotros también fuimos muy felices junto a ella. Al final de toda la tristeza que nos ha dejado, sentiremos una gran alegría cada vez que la recordemos.

15 enero 2019

El día que Gillette traicionó a mi padre

Una semana después de dejar a mi viejo Serafín junto a sus padres y hermanos muertos, en la bóveda que tienen los Venegas en el cementerio Colón, viajé a Manicaragua para recoger sus pertenencias. Vivía con lo básico: tres o cuatro mudas de ropa, avíos de pesca, herramientas…
En su mesa de noche aún permanecía su fiel Sanyo (un enorme y viejo radio capaz de sintonizar emisoras de la Patagonia) y dos libros: Las nieves del Kilimanjaro El viejo y el mar. Por esas dos historias, Gregory Peck y Spencer Tracy siempre fueron sus actores preferidos.
En una de las gavetas del escaparate, dentro de una antigua caja de habanos, atesoraba varios paquetes de Gillette. Era 1993 y una Cuba incapaz de levantarse entre los escombros del muro de Berlín. Aun así, mi padre se las ingenió para que nunca le faltara sus cuchillas preferidas a la hora de afeitarse.
Cuando vi “Lo mejor que los hombres pueden ser”, el más reciente anuncio de Gillette, pensé en mi padre y en la decepción que se hubiera llevado. Me apena que la epidemia de corrección política, que amenaza con hacer del mundo algo muchísimo más aburrido de lo que ya es, lograra afeitar a un ícono. 
Una marca no es una ONG. No todos tenemos que defender (ni combatir) todo. No concibo a Gillette políticamente correcta. Es como si Hemingway se volviera feminista o se arrepintiera de haber cazado. Afortunadamente ya estoy viejo y me perderé ese futuro donde no habrá lugar para hombres como Harry Street, el viejo Santiago o mi padre.
—Lo maravilloso es que no duele —diría Serafín Venegas, como si tuviera Las nieves del Kilimanjaro entre las manos—. Así se sabe cuándo empieza.

10 enero 2019

MENSAJE PARA NUESTROS AMIGOS VENEZOLANOS

En la Loma de Thoreau tampoco reconocemos el gobierno ilegítimo de Nicolás Maduro. Como cubanos libres, repudiamos el apoyo de la dictadura de nuestro país al régimen que ha empobrecido tanto a la rica Venezuela.
Estamos orgullosos de que República Dominicana, el país que nos devolvió todos los derechos que perdimos en Cuba, no reconociera al gobierno ilegítimo que se ha impuesto hoy en Caracas. Venezuela tendrá que agradecerle siempre ese gesto y toda la hospitalidad que ha tenido con su gente.
A todos los venezolanos que queremos, les enviamos un fuerte abrazo y nuestra solidaridad. Tarde o temprano volverá a florecer el araguaney de la libertad en su tierra. Entonces, haremos leña con el legado de oprobio del chavismo.

05 enero 2019

El año que acabé como John Hurt

Los últimos días de 2018 me vi como John Hurt en la célebre escena de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979). A mediados de diciembre empecé a sentir un pequeño ardor en la cintura. Luego apareció una pequeña mancha roja. Entonces el ardor ya era en un dolor punzante.
La culebrilla es una erupción de sarpullido causada por el mismo virus de la varicela-zóster. Después de atacar en la infancia, se mantiene hospedado en el cuerpo y espera a que tengamos más de 50 años para una contraofensiva. Mantuve a mi virus por 42 años. 
En el verano de 1976 conocí a Isabela de Sagua, un pueblo del norte de mi provincia al que alguna vez llamaron la Venecia de Cuba. Fui con mi primo Alahím, en un tren que primero pasaba entre lomas de sal y luego hundía sus ruedas en el mar para poder llegar hasta la estación de Concha.
A lo largo de la costa había una hilera de casas abandonadas y las fuimos recorriendo una a una, lanzándonos de cabeza desde sus muelles. Fue Alahím quien descubrió que tenía la espalda llena de ampollas. “¡Te picó tremenda aguamala!”, me dijo.
Después de contagiar a mi primo, regresé a Camarones con mucha fiebre. Mi peor recuerdo de la varicela, fue la tarde en que mi prima Lazarita (a quien también contagié) y yo empezamos a retozar y caímos encima de la sobrecama de yute del último cuarto. Esa ha sido la picazón más desesperante de mi vida.
No tengo constancia de que ningún guajiro de mi pueblo haya ido al hospital por una culebrilla. Me resistí a ser el primero, pero el domingo pasado no pude más. 
“Se dice que los dolores de la culebrilla son peores que los de parto”, dijo el médico mientras yo miraba a Diana con cara de héroe.
En el peor momento de la dolencia, me sentí aludido por unas declaraciones del presidente de mi país. “Mal nacidos por error en Cuba” nos llamó a todos los que nos oponemos, de una manera o de otra, al régimen opresivo e inoperante que él encabeza. 
Aunque no pueda probarlo científicamente, el mensaje de odio de Díaz-Canel acabó aliviándome tanto como el ketorolaco. El lugar donde nací y al que sigo perteneciendo es ya intangible. Nadie me lo puede quitar. Vivo en un país libre, donde me han devuelto todos los derechos que me quitaron en el mío.
Por eso pude volver a subirme en el tren que pasaba entre lomas de sal y hundía sus ruedas en el mar. Tengo todo lo que necesito para seguir viajando en él. Lo único diferente es mi cara. Más que al niño que fui, ahora me parezco a John Hurt en el momento en que estalla de dolor.

04 enero 2019

Mosquiteros

Dormí toda mi infancia dentro de un mosquitero. La hora de dormir llegaba cuando mi abuela Atlántida empezaba a cerrar las enormes ventanas de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Solo dejaba abiertas las de la sala y la saleta. Cada habitación tenía dos postigos, por ellos respirábamos.
La cabecera de mi cama daba para el andén. Como vivíamos en la línea que comunica al centro de la isla con el puerto de Cienfuegos, pasaban largos trenes de carga durante toda la noche. Entonces el mosquitero se convertía en una pantalla de cine en la que se proyectaban las sombras de los vagones. 
Antes de irse a dormir, mi abuela Atlántida calculaba el trayecto de la luna. No le gustaba que entrara su luz por los postigos. Luego se aseguraba de que mi mosquitero estuviera bien metido entre el colchón y el bastidor. “Me da terror que un alacrán se meta y pique al niño”, decía mientras hacía su última ronda. 
Al final, me pasaba el dorso de su arrugada mano por la cara. Me encantaba sentir el roce de sus nudillos a través de la gasa. “Ya se durmió”, susurraba. Cuando daba la espalda, yo abría los ojos para ver su silueta irse. En ese momento, los 40 watts de su lamparita de noche era toda la luz que le quedaba al mundo.  
Jorge y Elia, los padres de Diana, están con nosotros en la Loma. Siempre que tenemos visita, María duerme en un colchón inflable junto a nosotros. Pero esta vez prefirió estrenar el sofá cama que hemos puesto en el mezzanine. La condición fue que lo hiciera dentro de un mosquitero.
Mientras ponía los clavos, recordé la pantalla de cine en la que se proyectaban las sombras de los vagones. Luego busqué a la luna por las ventanas y calculé su tránsito. Nunca hemos encontrado un alacrán dentro de la casa. Aun así, me aseguré de que el mosquitero estuviera bien metido entre el colchón y el bastidor.