Nunca
lo llamo por el nombre que aparece en el lomo de sus libros. Siempre que me
refiero a él, digo Ramoncito y todos entienden. Aunque ya es una persona mayor;
para los que lo conocen, leen y quieren, sigue siendo un joven y un jodedor
invencible.
La
calidad de sus versos es directamente proporcional a su sentido del humor.
Cuando se le tiene delante, pueden esperarse de él dos cosas, un gran poema o
una broma desternillante. Hay algo que no quiero pasar por alto: su valentía.
Nunca se queda callado, es capaz de perder la cabeza lo mismo por una verdad
que por un chiste.
A
quien no lo conozca, le recomiendo que busque de inmediato sus libros o sus
programas de radio. Como del humorista tengo menos pruebas a mano, no puedo
resistirme a la tentación de recordar una de sus grandes bromas. Fue a mediados
de los años 90, camino a Pasacaballos, donde asistiríamos a un encuentro de
escritores.
En
el autobús estaban mencionando los nombres de intelectuales y artistas
cubanos que se convirtieron en perseguidores durante el Quinquenio Gris (una de
las cacerías de brujas ordenadas por Fidel Castro). Alguien mencionó a la
actriz Ana Lasalle y un joven poeta, que no alcanzó a conocerla, preguntó quién
era.
La
conversación fue tomando otros rumbos, pero el joven poeta insistía en que le
dijeran quién era Ana Lasalle. “Chico —respondió Ramoncito—, era una vieja que
se comía una caja de tiza en cuanto se levantaba y a media mañana ya tenía
cagado medio busto de Lenin”.
Pudiste dejar a Bayamo, a La Habana,
a Cuba, al ron y los cigarros. Solo hay dos cosas que nunca has abandonado:
Magdalena y la poesía. ¿Puedes fundamentar todos esos abandonos y esas dos
filias?
Con
los años he aprendido que las cosas buenas no se dejan, se llevan para siempre.
Es el caso de Bayamo, de La Habana, de Cuba —al menos de esa Cuba que viví
hasta que se me hizo insoportable respirarla— son pedazos de un gran
rompecabezas que es mi vida, y fueron parte de un largo camino. Momentos que se
recuerdan cuando uno se sienta a descansar y necesita pensar en los breves
instantes en los que sufrió mucho o fue levemente feliz.
No
puedo decir como otros que “el alcohol fue mi refugio, mi compañero y mi
amigo”, porque sería irresponsable de mi parte. Yo era un prisionero del
alcohol, y los prisioneros no son amigos de sus carceleros. En Barcelona me
imaginé una vez viviendo bajo un puente después de perderlo todo. Y debajo de
los puentes hay mucha humedad y hace mucho frío.
Con
el cigarro ya me estaba lastimando la salud. El médico me anunció que
posiblemente me tendrían que cortar una pierna, y yo acababa de comprarme un
par de zapatos nuevos muy bonitos. Así que era fácil la disyuntiva: cojear fumando
o usar los zapatos.
Con
Magdalena y con la poesía sucede otra cosa: por suerte las encontré a las dos,
o ambas me encontraron. O fue descubrimiento y elección mutuos. Son como la
libertad, se ejercen, no se piensa en ella. Habito en ellas y son mi identidad,
mi isla remota, mi cielo brillante. La poesía me hace sentir que soy un ser
humano. El amor de Magdalena me enseña que vale la pena vivir. Las dos son
parte de mi respiración.
Muchas veces te has definido como un
hombre de radio, ¿qué significa eso exactamente, sobre todo a las alturas del
2018?
Mi
amigo Joaquín Borges-Triana es dueño de una frase que da la definición perfecta
para ese sentimiento: “Los que soñamos por la oreja”. Creo que siempre he sido
más de sonidos que de imágenes. De olores que de fotografías. De niño cerraba los ojos y me ponía a
imaginar de qué tamaño y de qué color eran las nubes que pasaban sobre mi
cabeza. Y la serranía, que desde el techo de mi casa se veía siempre azul,
tenía otros colores cuando yo cerraba los ojos.
Tal
vez es que pongo siempre la imaginación por delante de la realidad. Y la radio
te da esa posibilidad: cierras los ojos y el mundo es como suena, o te inventas
un mundo según lo que vas escuchando. Siempre digo que soy capaz de hacer la
guerra de los mundos con una lata y un palo, y dos o tres voces.
La
radio fue mi primer amor, y hay amores que no se pueden arrancar. Hacer radio
me hace más feliz que comunicarme en cualquier otro medio. Una frase, un
sonido, tienen millones de interpretaciones según quienes hayan escuchado. Una
imagen no, una imagen es lo que viste y ya. Además, parece que en la radio no
me ha ido mal. Y si tienes en cuenta que se hace con poquísimas personas y
mínimos recursos, ahí tienes.
Memoria
de la Habana, más que un programa de radio, es un viaje de
regreso a un país que solo podrá seguir existiendo a través de sus sonidos.
¿Qué quieres salvar y de qué quieres salvarte con esas horas de radio y
streaming?
Siempre
decimos que Memoria de La Habana es
una rebelión contra el olvido. Y es también una venganza contra quienes han
destruido el país, la ciudad, la historia que había, para inventar otra
historia que los haga supuestamente “mejores” que todo lo anterior. Memoria de La Habana es un viaje pero
también es una toma de posición. Un recordatorio de que hubo un antes y hubo un
después. Y se pueden comparar. Yo quiero que nadie me borre la Cuba que
vivieron mis abuelos. Cómo y con qué música bailaron mis bisabuelos en el Liceo
de Madruga. Cómo se enamoraron mis padres, qué escuchaban entonces cuando
salían bajo la noche de La Habana.
Mi
casa en Bayamo amanecía llena de sonidos: el Beny, Los Zafiros, el Conjunto
Casino, Fernando Albuerne. Y en el aire había otros que ya se estaban
convirtiendo en fantasmas porque impusieron una ideología ramplona que obligó a
muchos músicos a abandonar aquel sitio que había asombrado al mundo creando
tantos ritmos y tantas joyas para el corazón. Memoria de La Habana es una responsabilidad, una labor de arqueología,
pero también un acto de amor por lo que me hizo e hizo a nuestro país. Es una
invitación a salvar ese mundo interior que pudiera hacernos mejores.
Y
hablo de La Habana como metáfora. La Habana del programa es Cuba. No te extrañe
que un día hagamos un programa hablando del Paradero de Camarones.
Somos
una pequeña cofradía: la ayuda y los buenos deseos de Miguel Grillo, la
inacabable voz de mi gran amigo Danilo José, que sigue acompañándonos para
negar que la muerte existe, y la magia de Jaime Juan Almirall jr.
Y
no olvides mencionar que gracias al progreso (que casualmente es el nombre de
la primera calle en la que viví en Barcelona) se pueden escuchar todos los
programas que hemos hecho entrando desde cualquier lugar del mundo y a
cualquier hora entrando a Memoria de La Habana.
Siempre que hablas de Cuba, de su
historia y de su música, lo haces en pasado. ¿Estás al tanto del presente de la
Isla, qué opinión te merece el país actual, sobre todo su historia y su música?
No
me gusta la Cuba actual. No me gusta el resultado de ese fatídico experimento
que disfrazaron de justicia social, cuando todo era el invento y la sed de
poder de un ego inmenso, de un manipulador, un malabarista que supo hipnotizar
a millones de personas. Miré los muros de la patria mía, escribió Francisco de
Quevedo. Es un desastre. Pero el peor desastre está en el cerebro y en el
corazón de sus habitantes. ¿Quién dijo que el pasado, el presente y el futuro
pertenece a los que ejercen el poder en la isla? Perdieron. Han hundido al
país. Negaron lo que realmente servía y fueron incapaces de crear algo útil. Y
lo disfrazan con palabras tan vacías como “dignidad”, “valor”, “futuro”…
Vivo
en un país interior, mi país. Con todo lo bueno que sé que tuvo, y los deseos
de las cosas buenas que un día pudiera tener. Alguien tiene que quedar vivo y
recordar para contarle la historia a los que vengan, ¿no?
La
música es otra cosa. Somos una cultura eminentemente musical. Va en la sangre.
Pero la música de ahora —y dejo fuera ese excremento llamado reguetón, porque
no es música ni poesía ni nada— no es un logro de la “revolución”, sino una
lógica consecuencia de Brindis de Salas, José White, Ignacio Cervantes, Rita
Montaner, Bola de Nieve, Manuel Corona, Sindo Garay, Arsenio Rodríguez, Beny
Moré, Eliseo Grenet, Dámaso Pérez Prado, Enrique Jorrín y muchísimos más.
¿Qué le debe Ramón Fernández Larrea a
Barcelona, Canarias y Miami; qué parte de ti no existiera sin esos lugares?
Creo
que no puedo separar ninguna de esas partes. Barcelona es como mi segundo
nacimiento y un deslumbramiento de mi identidad, como si ya hubiera vivido allí
en otra vida. En Canarias comprendí que estaba lejos y supe valorar lo que era
ser un exiliado. Miami es un poco vivir en Cuba sin estar en Cuba. Es volver a
tener la comunicación con mi tribu.
Pero
más allá del paisaje y del tipo de luz que entra por mi ventana, ha sido la
posibilidad de conocer realmente a mi país. En la distancia he aprendido a
conocerlo, y cada día quiero conocerlo más. De dónde vino esa isla, cómo llegó
a ser lo que era.
Pero en los tres lugares que mencionas hay una
constante: el mar. Creo que el mar es la única sombra y la única luz que llevo
en mi vida a todas partes. Ese mar que nos distancia y que también nos une.
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