16 enero 2018

El ombligo del mundo queda en un país que ya no existe

(Prólogo de la novela El ombligo del mundo, de Jorge Luis García Fuentes)

A Jorge Luis García Fuentes lo conocí a principios de la década de los 80 del siglo pasado. Coincidimos en una ciudad irrecuperable, en un país que dejó de existir. Una gran escenografía de ladrillos y cúpulas se alzaba sobre el antiguo campo de golf del Country Club de La Habana. Era la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán y estábamos en el primer día de clases.
Yo comenzaba en segundo año y él en primero. Los reincidentes solo teníamos tiempo para abrazarnos y ponernos al día, después de haber estado sin vernos durante todo el verano. Según él me cuenta, alguien le dijo quién yo era. No nos conocimos por nosotros sino por la música que más oíamos entonces.
Esta parte de la historia a mí se me había olvidado y la recuperé gracias a él, porque mi más viejo recuerdo suyo era en otra parte: en el proscenio del teatro Miramar, escondido detrás de sus sempiternas gafitas a lo John Lennon, recitando en voz alta un homenaje suyo a Aquiles Nazoa. Tenía una agenda soviética entre las manos.
–¿Me dijeron que aquí el fanático de Silvio eres tú? –dice que me dijo. Y yo seguramente que asentí, porque en aquella época blandía las creaciones de Silvio Rodríguez con necio fundamentalismo. “Causas y azares”, “No hacen falta alas” y “Monólogo”, entre muchas otras, fueron la contraseña de nuestra amistad.
Me veo claramente en una de aquellas noches, junto a Jorge Luis, gritando a voz en cuello “¡un helado gigaaaaante!”, mientras Silvio saltaba para ponerle fin a uno de aquellos conciertos que hacía año tras año en nuestra escuela.
Pero más que el teatro y nuestro fanatismo por Silvio, creo que quien mejor nos unió fue la poesía. Los dos empezamos a garabatear versos al mismo tiempo y nos leíamos aquellas primeras cosas una y otra vez, hasta que se convertían en una obra colectiva de tanto manoseo.
Poco después de graduarnos nos perdimos de vista y solo coincidimos una vez más en La Habana. Recuerdo que fue hasta mi casa y le presté unos videocasetes donde había grabado varios capítulos de El narrador de cuentos, la inolvidable serie que protagonizó John Hurt.
Durante todo el tiempo que dejamos de vernos en Cuba, él protagonizó una película ­—Vals de la Habana Vieja (Luis Felipe Bernaza, 1988)— y escribió para la televisión cubana. Nunca más supe de su poesía, jamás escuché su nombre entre los briosos nuevos pinos de la literatura cubana.
La próxima vez que nos encontramos fue en Facebook. Él ya estaba en Hermosillo, México, y yo en Santo Domingo, República Dominicana. Los mapas habían cambiado de color y no pocos países de nombre. Cuba, inamovible, se seguía derrumbando. Nosotros, sin embargo, aún pensábamos muy parecido. Habíamos llegado a las mismas conclusiones por separado.
Gracias a eso recuperamos intacta nuestra antigua complicidad. Ahora los dos sentimos el mismo rechazo por el ciudadano Silvio y coincidimos en la inmensa mayoría de las cosas que se debaten en las redes. Él, desde el desierto calcinante, y yo, desde el Caribe, nos resistimos a abandonar el país imaginario del que nos fuimos.
Ambos nos valemos de las palabras para seguir en Cuba. Lo mismo a través de nuestros respectivos blogs, que en teewts, post o discusiones en la red. Es así que nos reencontramos a menudo. Aunque no nos es posible abrazarnos, el cariño se sostiene a base de coincidencias y hasta de reincidencias.
Hace unas semanas, me dijo que estaba a punto de publicar una novela. La noticia me dio mucha alegría, pero me puse muchísimo más feliz cuando me pidió que escribiera el prólogo. Lo dicho hasta aquí, son los antecedentes fundamentales con los que hice doble clic y empecé a leer El ombligo del mundo.
La imaginación de Jorge Luis fue siempre hiperactiva. Incluso en los trabajos de clase, era incapaz de conformarse con la realidad (o las realidades) que le exigían. Nunca se contentaba con dejar las ideas en su estado natural. Esa es la razón por lo que todo lo que pasaba por sus manos acaba en lo surreal, en el absurdo, en lo apócrifo…
Esta novela no es la excepción. La trama de Jorge Luis no sucede en los trillos del realismo sucio, esos estrechos senderos que tantos cubanos de su generación han dejado prácticamente intransitable. La isla a la que llega el conde Saint-Germain es menos obvia y mucho más alucinante.
Aunque las ruinas físicas y morales del país son inocultables, nos sumergimos en ellas con una cartografía diferente. La búsqueda en Cuba del Umbilicus Mundi se convierte en un hermosísimo homenaje a los signos de identidad que definen al cubano y a los maestros de Jorge Luis, desde Virgilio Piñera hasta Umberto Eco, desde Juan Padrón hasta Steven Spielberg.
Como en las grandes novelas de aventuras —tan injustamente separadas de las grandes novelas a secas—, la trama de El ombligo del mundo salta de épocas, de geografías y de escenarios, hasta lograr que el mundo entero quepa en el interior del teatro Monserrat.
Los antologadores y críticos de la literatura cubana más reciente han ignorado hasta ahora a Jorge Luis García Fuentes. A pesar de que él nunca dejó de escribir y su obra es una de las más ingeniosas, honestas y valiosas de su generación; jamás notaron su presencia. Ante El ombligo del mundo, no podrán seguir siendo indiferentes.
Pero si fue un grave error no incluir el nombre de Jorge Luis entre los mejores escritores de su generación; pero aún será tratar de etiquetarlo y buscarle un lugarcito en un sitio donde ya no tiene espacio. Aunque es una obra escrita por un cubano y Cuba es uno de sus escenarios, escapa a todas las clasificaciones al uso.
Los años de exilio le han ofrecido a Jorge Luis toda la autonomía de vuelo que necesitaba para escribir un libro como este. El autor consigue escaparse con mucha habilidad de lo autorreferencial. También logra liberarse de los agobios de la censura y —sobre todo— de la autocensura.
El ombligo del mundo también escapa a esos vicios y temores que tanto lastran la literatura cubana actual, incluso de autores muy premiados y reconocidos internacionalmente. Más que por un cubano, la novela está escrita por un hombre libre, cual solamente puede ser libre.
En la próxima página comienzan las aventuras, venturas y desventuras del inmortal conde Saint-Germain. Ellas le llevarán a conocer a Álvaro Medina, un historiador de arte que labora como encargado de conservación del teatro Monserrat.
Cuando conozcan a Álvaro, se sentirán como yo el día que conocí a Jorge Luis. A simple vista parecen tipos comunes, pero una vez que se hacen sus amigos, querrán tenerlos cerca por siempre; aunque una isla, un golfo y un desierto medien entre ustedes.
No los demoro más. Sean bienvenidos a bordo. ¡Feliz viaje al ombligo del mundo!
La Loma de Thoreau, 6 de diciembre de 2017

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