23 diciembre 2017

Jijona, Alicante

Cuando llegaba esta época del año, sin que nadie se atreviera a pronunciar la palabra Navidad, había una conversación recurrente.  Vivíamos en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, un pueblecito mínimo extraviado en el mar de cañaverales que tuvo Cuba en su centro.
Hablo de la segunda mitad de la década del 70 del siglo pasado. Cinco años antes, durante la Zafra de los 10 Millones, la revolución había prohibido los arbolitos, los nacimientos y cualquier manifestación que recordara una de las celebraciones más importantes de la familia cubana.
—Viejo —decía mi abuela Atlántida—, por esta época llegaban los turrones a la tienda de Chema.
—Y los pastelitos de gloria —respondía mi abuelo Aurelio.
—¡Y las yemas tostadas! —replicaba mi abuela.
Yo, que siempre me sentaba entre ellos dos a ver la televisión, trataba de imaginarme aquellos sabores del “tiempo de antes”.
—Jijona, Alicante—repetía después, tratando de descifrar el gusto que tenían aquellas palabras.
Diana nació en la misma Cuba que yo, pero se fue de niña y esos sabores no son para ella una nostalgia sino una tradición. Por eso, cada vez que llega la Navidad, ella recuerda mientras yo trato de seguir adivinando, reconociendo...
Mis abuelos murieron sin volver a probar ninguno de los dulces que tanto añoraban. La estación de ferrocarril del Paradero de Camarones está en peligro de derrumbe. Por eso me resulta tan paradójico que los dulces del “tiempo de antes” ahora sean para mí el presente.

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