14 marzo 2017

Taigá

No advertimos su llegada. Cuando notamos su presencia ya vivía en el pueblo y se había hecho una pequeña cabaña al final de los cañaverales. Nunca nadie averiguó su nombre, todos le llamaban el Ruso. Siempre andaba con un pesado abrigo y un gorro de piel de oveja con orejeras.
Era un hombre de muy pocas palabras, por eso tardamos meses en enterarnos que había estado cinco años en la Siberia. Formó parte de un contingente de cubanos que fue a cortar árboles a la taigá. De allá trajo el abrigo, el gorro y la costumbre de no quitárselos nunca, incluso bajo el sol más abrasador.
Corrían los años 80 del siglo pasado. Los ferrocarriles de la isla tenían una gran carencia de travesaños. La Unión Soviética estaba dispuesta a donar la madera, pero Cuba debía mandar a los que se encargarían de talar los árboles, aserrarlos y empavesarlos con alquitrán.
Pronto el Ruso se convirtió en el mejor machetero de la zona. Se ganaba todos los reconocimientos: radios portátiles, televisores, refrigeradores y hasta una pequeña motocicleta que tenía pedales para poder subir las cuestas más empinadas. Nunca se quedó con ninguno, los vendía para comprar alcohol.
Solo iba al pueblo en las tardes por pan y ron. Ya borracho, esperaba al tren de las 6:45 en el andén. No le quitaba la vista de encima a la locomotora. Cuando se oían los pitazos cerraba los ojos. Era como si los sonidos de aquella mole bielorrusa lo llevara de regreso al frío de la taigá.
Luego se alejaba por la línea, dando tumbos, sudando bajo el grueso abrigo y el gorro, frotándose las manos como si en verdad hiciera frío. Un día desapareció. Luego alguien que pasó por donde estaba su cabaña dijo que allí no quedaba nada. 
“Debe haberse ido otra vez para Rusia —concluyó Cebollón, el repartido de periódicos—a ese animal solo lo entienden los osos”.

1 comentario:

Javier Iglesias dijo...

Muy buena historia y muy bien contada.