28 marzo 2017

Noches de radio*

Aurelio encendió el radio Westinghouse para que se le empezaran a calentar las bujías. Es un milagro que aún se oiga, hace dos años un rayo lo dejó echando humo. Quedó todo chamuscado, pero Atlántida lo tapizó con dos retazos de tafetán y de lejos perece nuevo.
El aparato tiene una enorme aguja en su mismo centro. Dándole pequeños golpes hacia delante y hacia atrás, mi abuelo tantea en la negrura de la estática. Una vez despejados los ruidos y las voces que se confunden con el traspaso de los kilohercios, se escucha un contrabajo.
—En el bajo, Joseíto Beltrán —se le oye decir de pronto el animador.
La voz engolada del animador le encanta a los bichos de la luz. Enseguida que él anuncia al primer músico, empiezan a dar vueltas alrededor de los bombillos. Muchos de ellos amanecen muertos al día siguiente. A las mariposas más bonitas y a los insectos más raros los guardo en una de las vitrinas del cuarto de expreso.
Atlántida se quedó en el comedor, recogiendo la loza con sus manos finas y estrujadas. Papá tantea la aguja para limpiar un poco más los celajes y vigila las moribundas bujías, ahora que el violonchelo es quien se escucha con minuciosa cadencia.
—En el chelo, Tomasito Alejandro Valdés.
Yo siempre me siento en una banqueta a dos pasos de mi abuelo, cruzó las piernas y empiezo a mirarlo. Mirar a mi abuelo es una de mis aficiones preferidas. Para decir algo, Aurelio levanta sus manos y casi las detiene en la mitad exacta del gesto. Luego, cuando regresan, son inapelables.
Me sé su rostro de memoria: su boca entreabierta por la perenne falta de aire, sus párpados a punto de caer por el sucesivo resplandor del mediodía en el arroz y su mirada de perdida en la distancia, como la de los héroes de la Guerra de Independencia en los libros de historia.
La banqueta en la que me siento a oír a la orquesta, es del piano donde están puestos los adornos más bonitos de la casa y el radio Westinghouse. Tiene una trampa donde todavía guardan algunas partituras de mi prima Lucy. Todas tienen el cuño de la librería Dulzaides de Santa Clara.
El piano está viejo, lleno de comején y desafinado, pero Atlántida le sacude el polvo todas las mañanas y lo deja como se veía en la vidriera de El Encanto. Hablando de pianos, ese es el de la orquesta. En toda charanga él es la moneda que más vale.
—En el piano, Pepito Palma Pereyó.
Por las tardes, mi abuelo y yo nos ponemos unas camisas de corduroy que Atlántida nos hizo en su Singer. La de Aurelio es verde oscuro y la mía azul Prusia. Cuando el aire frío de enero entra por la ventana de la saleta, yo me arrimo lo más que puedo a mi abuelo. Él me abraza con una mano mientras tantea con la otra.
Sintonizar una emisora en ese radiecito es un arte que parece reservado para Aurelio, sobre todo cuando tiene puesta su camisa de por las tardes.
—¡Vieja! —grita en dirección a la cocina—. ¡Ya empezó!
El grito da la impresión de que Atlántida está muy lejos, por lo menos en la antigua romana donde ahora viven Basilia y su madre. Pero ella sigue fregando la loza y enjuagando la cristalería. De pronto los violines. Elegantes hasta más no poder.
—En los violines el maestro Ángel Barbazán, Celso Valdés, Dagoberto González y el director Rafael Lay.
—¡Vieja, vieja, ya empezó! —Este grito es aún más alto, como si Atlántida estuviera allá, en la curva donde se cruzan la línea de ferrocarril y la carretera de Cienfuegos a Esperanza.
El hilo de agua se oye caer debajo de la ventana de la cocina, sobre un monte de mariposas. La loza de la casa es la misma de hace veinte años, fue el último regalo de Navidad que pudieron hacerse los Odd Fellows. Toda una vajilla llena de azucenas, que son las flores preferidas de Aurelio.
Esos son la tumbadora, el güiro y la paila criolla. Suenan como si estuvieran dentro de una caja de madera. Su sonido seco pone en movimiento a las ramas más altas del algarrobo, esas que sobrepasan la estación y parecen tocar a la luna cuando está llena y alumbra más que una locomotora.
—En la batería Guillermo García, Panchito Arboláez y Orestes Varona Varona.
Como las únicas flores que le gustan al abuelo son las azucenas, quitó de su vista un búcaro con las orquídeas de la vieja Máxima, que Atlántida todavía cuida para ponérselas a sus muertos. Luego se enjuagó las manos en el aire un par de veces y cruzó los brazos para disfrutar cada sonido.
—La gran flauta —me dijo Aurelio señalando la bocina del Westinghouse—, ahora viene la gran flauta.
Así dice todas las noches antes de recostarse en el sillón con un suspiro complaciente. Aurelio siempre ha dicho que en toda Cuba solo hay tres hombres capaces de cantar detrás de esa flauta y uno de ellos, fue su amigo, cuando era jefe de estación relevante en Cruces.
—¡Richard y su flauta!
—¡Vieja, vieja, ya empezó —gritó—, oye la flauta de Richard Egües!
El sonido del agua y los vidrios es la única respuesta de Atlántida. Nunca deja nada sucio para el otro día, la cocina tiene que quedar como un espejo. Los platos hondos separados de los llanos son guardados en el gabinete. Los impecables calderos Bolinaga van debajo de la meseta organizados por su número, uno dentro del otro, como una matrioshka.
El sartén y el calderito de freír se quedan con sus fondos de manteca en el horno. Los cubiertos se escurren toda la noche, menos el tenedor de Aurelio, que se guarda envuelto en una servilleta, junto a los platos y el olor a cedro del mueble más seguro, bajo llave.
Los trapos, el delantal y el mantel, tendidos uno al lado del otro, repiten su blancura a lo largo del cordel. Resuelto todo esto, Atlántida destapa las latas del café y del azúcar, enciende por última vez la estufa y, de paso, echa los tres quilos de vuelto del café en un envase de Kresto.
En ese momento el olor del café recién colado se expande por todos los espacios de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Empieza por el cuarto de expreso, pasa por la oficina y por cada una de las habitaciones de la casa de familia, que es donde vivo desde que mis padres se divorciaron.
Me encanta la cara que pone Aurelio cuando entran de nuevo los violines. Es algo muy breve, un pequeño pasaje para que al fin se escuchen los cantantes:
—¡No me interesa que me critiquen/ cuando me escuchen cantar,/ ritmos de antaño!
—Las voces de los maestros cantores —dice el animador en tono de broma— Felo “Hermético” Bacallao… ¡Hum! Y José Antonio Olmos. ¡Ellos integran la orquesta cuarentona de Los Araaagones! ¡Aahhh!
Este grito del animador hace que la tumbadora, el güiro y la paila sonsaquen a mi abuelo, que ya presiente otro ruidito y se abalanza sobre el radio para mover la aguja.
—¡Aragón! ¡Aragón! ¡Aragón!
—¡Vieja! ¡Vieja! —Aurelio vocea como si Atlántida estuviera por lo menos al final de los cañaverales, donde dicen que el Ruso se hizo su cabaña—. ¡Ya empezó la orquesta a tocar de verdad, ya están todos!
—Si tu oyes tu son sabrosón/ ponle el cuño... ¡Qué es la Aragón!/ Sí tu escuchas un rico danzón/ ponle el cuño... ¡Qué es la Aragón!
—Ah, cará, ya empezó la orquesta a tocar de verdad —exclamó Aurelio. Está tan contento, que a duras penas logra mantenerse en los límites del enorme sillón de majagua—. ¡Busca a tu abuela, que ya están todos!
Iba a salir corriendo a buscarla, pero justo en ese momento Atlántida apareció en la puerta de la saleta con su eterno suéter azul pálido. El suéter de mi abuela es una de las cosas que más he visto en mi vida, además de que ella siempre lo tiene puesto, a mí me encanta mirarlo. Tiene más olor a Atlántida que Atlántida misma.
Cuando la orquesta por fin entra en el primer danzón del programa, Aurelio se arregla el cuello de la camisa de corduroy y se detiene a oler el café recién colado.
—Esto si es un café —susurra—, y eso si es una orquesta.
Entonces los tres oímos a la orquesta Aragón tocar sus grandes éxitos hasta López Gómez se despide de toda Cuba “hasta un próximo encuentro con las melodías de siempre”. Número a número, la oscuridad se convierte en una fiesta a la que nunca fuimos.
Cada vez que los violines rellenan los espacios en blanco, Aurelio y Atlántida vuelven a contar su vidas y el “tiempo de antes” se nos viene encima. Puede empezar de cualquier modo, pero siempre termina en el momento en que Aurelio desconecta el radio y la noche se apaga.

*Fragmento del borrador del primer capítulo de la novela Atlántida.

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