05 marzo 2017

El tiempo de los árboles

En la Cordillera Central he tenido el gusto de conocer a muchos árboles centenarios. También he sido testigo de no pocos horrores, como el de un individuo que taló una mata de mangos que había sido testigo de todo el siglo XX dominicano. Su pretexto es que tenía un panal y él era alérgico a las abejas.
Ayer en la tarde bajamos al pueblo a comprar un tanque y le dimos bola (botella, en Cuba) a tres ancianos que iban por el camino de La Lomita. Hacía dos horas que habían salido de su casa y les tomaría otra dos más llegar hasta Pinar Quemado. Gran parte del recorrido deben hacerlo a más de mil metros de altura.
Nos dijeron que habían bajado para hacerle una visita a una familiar recién parida. Diana, que es financiera y le gusta encontrarle los números a todo, me hizo notar que en total invertirían ocho horas para un cumplido de apenas unos pocos minutos.
—El tiempo de ellos es como el de los árboles —me dijo al final de sus cálculos.
Al principio, cada vez que veniamos a la Loma de Thoreau, nos obsesionábamos con sacarle partido al tiempo. Por eso, cuando llegaba la hora de irnos, nos angustiaba la idea de no haberlo aprovechado lo suficiente.
Poco a poco hemos ido aprendiendo de los árboles, de su vida de espalda a los relojes. Cuando empezó la construcción de la cabaña, nos aseguramos de guardar suficiente distancia de un majestuoso pino occidentalis. Silencioso, imperceptible, él ha ido avanzando hacia nosotros y una de sus ramas ya está a punto de alcanzar la terraza.
Hoy en la tarde volveremos a la ciudad, por eso me levanté bien temprano y me puse a mirar la llovizna desde mi pequeña mesa de trabajo. Busqué el reloj y conté las horas que nos quedaban en la Loma. Luego miré hacia afuera. El pino occidentalis ocupa prácticamente todo el espacio de la ventana.
Entonces me serví un café y traté de imitarlo, a él y a los campesinos de La Lomita. Silencioso, imperceptible, escribí este texto.

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