El 19 de agosto de 2006, abrí una cuenta en Blogger y publiqué el primer post en El Fogonero. Para celebrar los 10 años de esta bitácora, le haré pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes para mí por alguna razón. Quiero que sus palabras se conviertan en mi fiesta.
El día que conocí a Norge Espinosa dormimos juntos. Viajamos a La Habana, invitados al Festival de El Caimán Barbudo, y nos alojaron en un hotel de la Unión de Jóvenes Comunistas. Ninguno de los dos había cumplido 20 años. Tener que compartir la habitación, gustos y lecturas, le dio origen a nuestro cariño.
El día que conocí a Norge Espinosa dormimos juntos. Viajamos a La Habana, invitados al Festival de El Caimán Barbudo, y nos alojaron en un hotel de la Unión de Jóvenes Comunistas. Ninguno de los dos había cumplido 20 años. Tener que compartir la habitación, gustos y lecturas, le dio origen a nuestro cariño.
Desde
entonces, lo admiro como poeta, como individuo y como cubano. No conozco a
nadie que logre, como Norge, hablar durante horas sin usar ni una sola
muletilla. Aunque nunca publico en El
Fogonero párrafos con más de cinco líneas, tuve que hacer una excepción en
su caso. Él habla de corrido y los que le conocen me agradecerán esa concesión.
Hace
unos meses estaba en el aeropuerto de Miami, esperando el vuelo que me traería
de regreso a Santo Domingo. Oí, desde una fila contigua, un “¡Camilo Venegas!”.
Era su voz inconfundible. Me llamó como si estuviera en un escenario y no en
una sala de espera. Ese es el Norge que quiero; alguien para el que la
realidad, sea cual sea, es puro teatro.
“Vestido de novia” fue un acto de
desaforada valentía en un país intolerante y homofóbico. Hablo de la Cuba de
finales de los 80. Te recuerdo claramente, en el portal de El Caimán Barbudo, leyendo en voz alta, con orgullo un desconocido para mí. Como
conoces mejor que nadie al Norge jovencito que escribió el poema, ¿puedes presentármelo
como si hoy fuera aquella noche?
Eran
los años 80 y estábamos en Santa Clara, uno de los panteones literarios, como
solía decir en broma Bladimir Zamora para recordarnos que por esos días, no
solo se escribía buena literatura en La Habana, sino también en Matanzas,
Camagüey, Holguín o Santiago de Cuba. En esa ciudad medio adormilada, estaban
las personas que definitivamente le dieron un aire que adelantaba a la Santa
Clara de hoy, con una vida nocturna más ágil y tolerante, y más atenta a otras
maneras de vivir y, sobre todo, querer y dejar vivir. Frank Abel Dopico (ya van
dos personas a las que menciono en este párrafo que acaban de morir, y por eso
trato de escribir estas líneas sin que me tiemble la memoria o la mano), fue
esencial en mi descubrimiento de la poesía y el teatro. Yo tenía todo por
delante. Y tuve su generosidad, y la de otros que en aquella ciudad se
reconocían como poetas y locos o iluminados, de acercarme a ellos. Los oí leer
y discutir sus textos. Vi numerosas funciones de espectáculos como El hijo, Molinos de Viento, El
alboroto, (y aprovechaba la cinemateca provincial para ir aprendiendo
ciertas cosas, no solo por lo que advertía en la pantalla. Yo era delgadísimo y feo, con aquellos espejuelos de cristal tan grueso. No sé si leía “Vestido
de novia” con orgullo. Sospecho que lo hacía con pasión: esa cualidad que me ha
sido tan útil y a ratos tan costosa. Mi madre leía novelas de misterio mientras
yo procuraba los poemas de autores que ella nunca conoció. A ella le debo el
sentido del humor, la fidelidad a lo que creo pueden ser algunas verdades, y el
gusto por el arte. En aquel tiempo todo era sencillo y promisorio. Lo único que
puedo decirte es que no estaba ni remotamente preparado para todo lo que
vendría después.
Quiero que sigas, por una pregunta
más, en la piel de aquel Norge. ¿Quiénes te ayudaron más a reafirmar tu
identidad, en qué espejos te mirabas, con qué ojos?
Ya
he mencionado a varias de esas personas que hicieron mucho en Santa Clara.
Llegué a La Habana con “Vestido de novia” bajo el brazo, y esa fue una carta de
presentación que me enlazó a personas que me hicieron saber que ello no
bastaba, que un buen poema puede ser escrito en circunstancias incluso
accidentales, pero que un buen poeta es el resultado de muchos días y muchas
noches. Rafael Alcides, Sigfredo Ariel, Abilio Estévez. A todos ellos les debo
algo. Abilio me encauzó en la ruta de Virgilio Piñera, y aprender de él una
imagen de Virgilio me ha servido de mucho para evitar lecturas ingenuas del
menos ingenuo de nuestros escritores. Hizo más, me condujo a lecturas, a
preguntas interesantes. Él estaba cerca además de Roberto Blanco, director de
Teatro Irrumpe, que en aquel momento me interesaba tanto. Acudir a ensayos de
Irrumpe, ver a actrices y actores como Hilda Oates, Lilian Rentería, Omar
Valdés y otros en plena faena, me ayudó a ir más allá de lo que aprendí en la
Escuela Nacional de Teatro, en la cual, bueno es decirlo, tuve buenos
profesores. Había tertulias en El Caimán
Barbudo, que más que una revista era un estado de ánimo. Con todos ellos
aprendí, entre otras muchas cosas, a no dar nada por sentado, a mantener
despierto el sentido crítico que aún me acompaña, y que en esa generación a la
que llegué casi en el último minuto, fue siempre una señal provechosa. Hoy
hemos retrocedido a la egomanía de los halagos y a las formas versallescas del
elogio hueco. Por eso no hay crítica literaria en Cuba. Casi ninguna crítica. Y
créeme que, habiéndome formado en un gusto natural por el diálogo y la
discusión, es algo que extraño muchísimo.
He visto lo que escribes en las redes
sociales cuando sales y cuando entras. Disfruto tus reportes desde diferentes puntos
del mundo y digo que me gusta la mayoría de las veces que comentas algo. Cuando
vuelves a La Habana, sin embargo, se produce un largo silencio. Ayúdame a
superar los problemas de conexión, explícame lo que de verdad significa volver
después que uno se ha ido.
Cada
vez es más difícil regresar. Lo siento en mi cuerpo y en lo que pesa la
memoria. Regreso a La Habana y sigo estando conectado, discretamente, dentro de
lo poco que se puede hacer en Cuba. Creo que me preparo para regresar a las
huellas inevitables de la crisis, a las carencias que nos han acompañado tanto
que algunos ya las creen hasta parte de sus vidas y no una rémora. Pero no lo
estoy para enfrentarme a la cara de mi madre o de algunas personas, en las que
reconozco un desasosiego o un agotamiento que cada vez es más visible. Regreso
a una Cuba en la que también han desaparecido personas que, al irse, se llevan
también un modo de conversación, un giro en el habla, un gesto que nadie podrá
repetir ante mí: puertas cerradas en una ciudad que se va haciendo más agreste
y más ruidosa, y en la cual respiro poca poesía. Aquí están, por suerte aún,
algunos de mis amigos y maestros. Vuelvo a una Cuba donde Carlos Díaz y Rubén
Darío Salazar hacen buen teatro, donde Antón Arrufat y Ramiro Guerra siguen
desatando controversias, donde persistir en el rescate de ciertas memorias y
figuras es una labor estimulante, a pesar de todas las dificultades. Me hastía
la bulla, la falta de respeto a la privacidad de los otros. Me doy cuenta de
que ya, a mis 45 años, hay códigos que la gente joven maneja que empiezan a
serme extraños, y que esa juventud apenas conoce autores y artistas sin los
cuales no seríamos los mismos seres humanos. En esa Cuba los cuerpos y los
deseos tienen precios también peligrosos. Vuelvo a una Cuba sabiendo que tendré
que reaprender algunas de esas fórmulas de mercado rudimentario y barato con el
cual el país renegocia su historia, su día a día, y también su supervivencia.
Algunas páginas saldrán de eso, me digo, para creer que no se trata solo de
sufrir ello sin más.
Más de una vez has dicho que vives en
país donde la homofobia te golpea “cada día en muy distintas y no siempre
sutiles expresiones”. ¿Cómo has logrado defender tu homosexualidad en ese
contexto sin hacer concesiones ni dejarte utilizar?
La
he defendido siendo lo que soy y sin máscaras. Alguna vez un escritor cubano,
comentando mi trabajo como activista y promotor de lo homoerótico en las artes
del país, me dijo: hay que tener cojones para hacer eso. Para mí se trata de una
responsabilidad que me permite conectar visiones, estados de ánimo, proyectos
de una imagen en la que, amén de lo sexual, reconozcamos calidades que nos
identifican. La homofobia es tan peligrosa como la idea de un país que parece
aceptar acríticamente lo que representa un valor distinto del deseo. Por ello
me molesta el trabajo que algunas entidades han empezado a proyectar,
intentando que los gays y lesbianas de la Isla, o los que llegan aquí, no
conozcan a fondo la historia de persecuciones, acuerdos, conflictos y traumas
que nos acompañan en ese devenir. Eso me ha ganado adeptos y muchos enemigos,
no pocos de ellos con mucho poder (o que se creen poderosos, algo ridículo en
un país donde el verdadero poder lo detentan unos pocos). En la Cuba que viene,
muchas otras cosas cambiarán para mal o para bien. El escenario que es el país
ahora está rediseñando a toda prisa su imaginario, tratando de ofrecer imágenes
muy blancas que eludan ciertos debates impostergables, o que resulten
complicadas para el extranjero que nos piense como un mercado inmediato. Ser
homosexual en Cuba no es más ni menos difícil que en muchas naciones del mundo.
Pero ser homosexual en Cuba sin poder tener algún dominio sobre lo que esa
comunidad de personas ha aportado a la Nación, sin conocer a fondo sus luchas,
sus rechazos y pareceres, nos hace personas mucho más desarmadas y vulnerables.
No quiero que me represente nadie que no haya tenido conmigo una determinada
complicidad. O que hablen por mí personas que no me hayan preguntado nunca
cosas esenciales, ni que esperen de mí solo lo políticamente correcto que ya
esté contemplado en sus agendas. También en eso soy un soldado solitario. Fue
mi obra quien me identificó como un escritor homosexual. Dentro de ese
compromiso con lo escrito, seguiré obrando, hable o no directamente acerca de
ese tema, en la Cuba que he sido y en la Cuba que vendrá.
Eres un testigo de excepción y un sobreviviente
de muchas “cubas” y de muchas “habanas”. Del pasado, ¿a qué le echas más de
menos? Del futuro, ¿a qué le temes más?
Extraño
a las personas que han sido para mí La Habana, y ya no a la ciudad misma.
Extraño a Abilio Estévez pero sé que está en Barcelona, una ciudad maravillosa,
y que allí no ha dejado de escribir ni de encontrar nuevos lectores. La Azotea
de Reina María Rodríguez eran ella y los poetas que, escuálidos gatos letrados,
subían a por un poco de libertad bajo aquel cielo de los años 90. Esas cosas
extraño: encontrarme a Antonio José Ponte en una calleja de La Habana, o subir
la empinada escalera de la casa de Abelardo Estorino para hablar con él o Adria
Santana: una actriz a la que cada día recuerdo con mayor admiración. Y también
me pasa eso: no he vuelto nunca más a la casa de Estorino tras su muerte,
porque no quiero encontrarla vacía de lo que él fue. Me ocurre lo mismo cuando
tengo que irme hasta las remotas cúpulas del ISA a sabiendas de que Armando
Suárez del Villar no va a estar allí. Delante del Hotel Monserrat, pienso en
Reinaldo Arenas, a quien no conocí, y en Bladimir Zamora, al que extraño
tantísimo. Y lo mismo me sucede cuando regreso al Gran Teatro de La Habana y no
encuentro en su portón a Alberto Acosta-Pérez. Extraño a las personas porque de
ellas dependen diálogos, provocaciones y deseos. A Marianela Boán, por su talento
y por la mezquindad de este país que no le ha regalado aún el Premio Nacional
de Danza que tanto merece. A Carucha Camejo, porque en la tarde de Nueva York
que me regaló a su lado, oíamos a Benny Moré y ella hizo de ese encuentro un
instante memorable. Me acompañan muchos fantasmas, vivos y muertos, del teatro
y la literatura de este país. Estoy empezando a entrenarme en el duro arte de
las despedidas, porque ya sé que muchos más comenzarán a faltarme. Me desquito
en esa Habana futura cumpliendo algunas promesas, como las de editar las Memorias de Ramiro Guerra, quien me hizo
jurarle que cumpliré esa labor. Volviendo al teatro, más allá de mis manías y
resquemores, para ver qué hacen los nuevos dramaturgos. En La Habana futuro,
imagino un lector y un espectador que vendrán a preguntarme por mis nuevas
páginas o mis nuevas obras. Pienso en ello para librarme de lo que temo pueda
pasar en esa Habana, la del mañana, que se prefigura en la avalancha de
turistas y hoteles carísimos, donde tal vez nuestros padres o nosotros mismos
no podamos entrar. Le temo a una Habana que no piense en sus personas, en sus
habitantes. Le temo a un País que olvida la importancia de cada uno de sus
ciudadanos, y que se arrastre mesiánicamente en pos de señales menos
provechosas. Mi hora preferida en La Habana es el amanecer. Ha pasado la noche,
y ya se sabe que la noche en La Habana es un amasijo de riesgos y deseos. La
Habana, como una mujer que aún se sabe de algún modo hermosa, se repone de todo
ello y se dispone a continuar, alzándose sobre sus propios despojos. Esa
energía no le falta a La Habana. La contiene de un modo que la hace única, y
que nos impulsa, por encima de ausencias y carencias, a creer que es posible un
día más. Un nuevo día más. Hasta que se acabe el mundo.
8 comentarios:
Bella entrevista, a la altura del Norge que recuerdo; siempre brillante y tan amigo.
De lujo Camilo..gracias a los dos.
Gracias por esta entrevista.
Norge y su vestido blanco que nos imantó. Hermosa conversa. Lindo tipo Norge...humanísimo.
❤
Exquisita! Mi hora preferida es aquella en la que recuerdo dar gracias.
Una vez más me quito el sombrero, querido Camilo, ante tan hermoso viaje por la vida y obra de Norge. Vuelvo a confirmar que detrás de una entrevista así, no sólo hay delante un personaje admirado, original e interesante, sino también un entrevistador sagaz, sensible y avezado
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