11 julio 2016

El árbol de Croix-des-Bouquets

La mañana que volé sobre Haití, en mi viaje definitivo a Santo Domingo, me mantuve mirando por la ventanilla de Il62M. En el poema Itinerario, que es el último de mi libro homónimo, dejé por escrito esa experiencia:

Salí de Cuba el 30 de noviembre de 2000.
Estaba nublado y apenas distinguí el primer trecho de costa norte.
Intuyo que una mancha azul Prusia
–estancada por un rato en el borde del ala izquierda–
era la bahía de Cienfuegos.
Los contornos de la isla se veían grises
y pronto se perdieron entre el océano y la nubosidad.

Ya sobre Haití todo se aclaró.
Pasamos justo por encima de La Citadelle
y poco después las continuas aldeas eran perfectamente visibles.
Un grupo de hombres ínfimos decía adiós sin moverse,
sus brazos extendidos semejaban el muñón de Mackandal.
Es muy probable que entre todos aullaran sus conjuros desconocidos
(con alas, con agallas, galopando o reptando).

Pondré aquí la fecha del regreso.
Aunque lleguemos debajo de un aguacero torrencial
y en el aire de Camarones
esté flotando el arcaico olor de la caña quemada,
seré estricto:
el día, el mes, el año
y el ruido monótono del mar que me sale al paso por todas partes.

Fue Julien Dalbin, un querido amigo francés que tiene un gran amor con los árboles dominicanos, el primero que me habló de los artesanos de Croix-des-Bouquets.  “Hacen maravillas con tanques de 55 galones”, dijo mientras abría los brazos como él suele hacerlo cuando quiere decir que algo es muy importante.
Para nuestra cabaña en la Loma de Thoreau, Diana y yo ya hemos conseguido un ángel (al que llamamos Mackandal) y un árbol. Como un homenaje a Los gobernadores del rocío y a El reino de este mundo, ese será el símbolo de nuestro refugio.
Esos cuatro sinsontes de latón nos cantarán en silencio todas las mañanas, cuando el rocío de la cordillera sea quien gobierne a nuestro alrededor.

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