27 febrero 2016

Dos ruiseñores de un tiro


(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

Entre Alabama y Milán median casi ocho mil kilómetros, pero el azar logró que cayeran, a tanta distancia, dos ruiseñores al mismo tiempo. Una de los mayores regalos que nos hacen los grandes libros es que uno jamás olvida el momento en que los leyó.
Gracias a Harper Lee y a Umberto Eco, nunca he perdido de vista a los Camilo que era cuando leí Matar a un ruiseñor (1960) y El nombre de la rosa (1980). Por esas dos obras conservo intacto un verano de mi niñez y la mayor tormenta de mi juventud. Sus historias le dan sentido a mi historia, la complementan.
 “Un ruiseñor es un sinsonte”, fue lo único que me dijo mi abuelo cuando puso el libro de Lee en mis manos. El ejemplar estaba deshecho. Había perdido la portada y mi abuela acababa de forrarlo con la carátula de una revista Bohemia. En el lugar del título se leía “¡Azúcar para crecer!”, una consigna de la Cuba de entonces.
Aunque en mi país ya todos tenían los mismos derechos, en el pequeño pueblo donde crecí aún estaba fresco el recuerdo de la época en que los negros no podían entrar a los parques, caminar por las aceras o bailar en las fiestas de los blancos. Por eso el libro me hizo dos aportes fundamentales.
Primero: me libró de los prejuicios que —sin querer— mi familia me había endosado. Segundo: me enamoré perdidamente de Vivian Águila, la única mulata de mi curso, una belleza silvestre que en mi edulcorada nostalgia se parece cada vez más a Halle Berry.
Desde entonces tengo presente dos advertencias de la novela. La de Atticus, aquella de que matar ruiseñores, que solo cantan y no hacen daño, es un acto malvado; y la de Scout, la niña que le recordó a su padre que denunciar a alguien que hizo algo malo para poder hacer el bien, también sería como matar a un ruiseñor.
Por los días que leí El nombre de la rosa mi provincia fue azotada por una tormenta inexplicable. Aunque ocurrió fuera de la temporada ciclónica, fue aún más devastadora que un huracán. Esa debe ser la explicación por la que sigo asociando a la novela de Eco con el silbido de un viento muy fuerte.
En la Cuba de entonces estaban prohibidos algunos de los escritores más importantes de nuestra cultura (Lino Novás Calvo, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Gastón Baquero, Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas…). Por esa misma fecha, un amigo que trabajaba en la Biblioteca de Cienfuegos me confesó que había un pequeño cuarto donde se guardan los “libros envenenados”.
Fue tanto el sentido de la libertad que aprendí con Eco, que me convertí en un ladrón. Aprovechando un descuido de la bibliotecaria, me escabullí por el oscuro pasillo que conducía a la luz de El negrero, Así en la paz como en la guerra, De donde son los cantantes,  Memorial de un testigo, El monte y Celestino antes del alba.   
No sé cómo pude caminar con todos aquellos libros metidos dentro del pantalón. Ya en el tren, de regreso a mi casa, me sentía como Adso de Melk, el novicio benedictino que acompañó a Guillermo de Baskerville en su viaje al interior de la abadía donde transcurre la novela.
Encontré las dos noticias en un muro de las redes sociales. Primero la de Umberto Eco y luego la de Harper Lee. El pesar se me elevó al cuadrado. Busqué sus libros, abrí páginas al azar, leí en voz alta algunos de los subrayados. Gracias a ellos soy un individuo mucho más tolerante y libre.
Esta semana me mataron a dos ruiseñores de un tiro y estoy aquí para darles las gracias por su canto. Sin ellos, con toda seguridad, sería peor de lo que soy. Algo esencial en mi identidad les pertenece. 

2 comentarios:

Bebo Cárdenas dijo...

Qué Joya guajiro.

Anónimo dijo...

ERES EL MEJOR.