21 enero 2016

El viaje de Alfonso Quiñones a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones

Alfonso Quiñones acababa de llegar de Moscú el día que lo conocí. Fue en el Hotel Rancho Luna, de Cienfuegos, y él solo tenía dos temas de conversación: su libro Cuarto alquilado (1987) y la belleza de las moscovitas. Entonces ninguno de los dos imaginaba que acabaríamos viviendo en la mitad de una isla y que, robinsones al fin, nos hermanaría la condición de náufragos.
En su último viaje a Cuba, Quiñones tuvo la generosidad de volver por mí a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, el lugar donde me crié y viví con mis abuelos. De esa experiencia salió este texto, que comparto después de llorar (soy muy llorón, lo he advertido muchas veces). Gracias, querido Quiño, por tus palabras y —sobre todo— por traerme noticias de mi lugar en el mundo.


CHAPAS DE BOTELLAS DE REFRESCOS Y ESTACIONES DE FERROCARRIL

por Alfonso Quiñones

Las líneas del ferrocarril me recuerdan las veces que fui corriendo apenas a tres cuadras de la casa de mi infancia -en un Manzanillo desaparecido en los deslaves de la inopia y la indolencia- a colocar sobre los raíles, las chapas de las botellas de refrescos, para convertirlas en las cuchillas que usábamos en el juego de gallitos.
Ahora estoy de nuevo ante los raíles del ferrocarril. Es Paradero de Camarones. Mañana entre gris y soleada. Pronto lloviznará. 
No sé por qué siempre pienso que el camino de hierro es algo creado por la propia naturaleza, así como los ríos o el aire. Y siempre creo que se trata de una sola línea, inmensa, insondable, infinita, que atraviesa los países, se zambulle en los océanos, emerge en algún sitio y a partir de ahí los hombres se encargan de ponerles encima locomotoras, estaciones terminales, viajeros.
Algo terrible ocurre cuando clausuran tramos de viajes, cierran estaciones, borran memorias de itinerarios, y comienza a crecer la maleza del olvido en los que nacen ya con parte de lo que les estaba dado vivir, cercenado.
Ahora, digo, estoy en el andén por donde correteó un niño llamado Camilo. Cierro los ojos: entre un tren y otro (él conoce muy bien los horarios), corretea por el andén, desciende a la línea junto a otros niños. Juega con las mismas chapas de botellas de refrescos. Esperarán a que pase la próxima locomotora.
Pero algo sucede. Alguien se le ha adelantado. Y una cuchilla enorme, del tamaño del sol, corta el hilo con que juega. Y de pronto se encuentra en otro país, entre altas edificaciones, donde no se escucha pitazo de tren alguno, ni la voz de la abuela Atlántida llamándolo a la mesa. Llovizna.

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