29 agosto 2015

La historia de Craig Morrison y la chica del call center

(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

La noche anterior habíamos visto Still Mine, la hermosa lección de vida de Craig Morrison. La primera advertencia que te hacen en la película es que se trata de una historia real, la de un anciano en un lejano campo de New Brunswick que es capaz de romper todas las reglas por tal de defender al sentido común y al amor.
Aunque Morrison, brillantemente interpretado por James Cronwell, tiene ya 80 años, reúne las fuerzas suficientes para construir una casa. Para ello cuenta con dos herramientas fundamentales: los saberes que heredó de su padre (un experimentado carpintero que construía barcos) y su deseo de permanecer junto a Irene, su mujer, quien padece de Alzhéimer.
Con una idea muy clara de lo que quería (un austero y funcional espacio donde Irene no corriera peligros), Craig buscó un lugar con una hermosa vista y trazó los espacios sobre la tierra. Luego comenzó a serruchar y clavar. Es entonces que aparece el tecnócrata pidiendo licencias, impuestos, planos, permisos…
Ninguna casa en este lugar se hizo con un plano —le responde Morrison— y todas tienen más de 200 años. Pero el joven ingeniero, que con toda seguridad tiene una maestría y presume de toda una pared llena de certificados, es incapaz de razonar. Para él las normas, lo que está establecido y lo que exige la ley está muy por encima de la lógica y de los conocimientos trasmitidos de generación en generación.
No es mi intención contar la película, preferiría antes que la vieran y disfruten la experiencia de compartir 103 minutos de su vida junto a un individuo fascinante. La traje a cuento porque a la mañana siguiente me tocó llamar a la compañía de telecomunicaciones para solicitar un traslado. Así fue que caí en manos de la chica de call center.
A diferencia de Craig Morrison, al que sería capaz de describir con lujo de detalles, no podría ni siquiera intuir la apariencia de la joven. Basta con adelantarles que a los pocos segundos de conversación ya había conseguido exasperarme. Primero me dijo su nombre y luego me preguntó el mío. Con una amabilidad tan perfecta como fingida, me aseguró que estaba para servirme.
Sin embargo, cuando puntualicé lo que necesitábamos, detalló una larga lista de inconvenientes; cada uno de ellos dicho con idéntica afabilidad, como si en lugar de revelarnos la gran incapacidad de la empresa, nos estuviera dando una buena noticia.
Como soy comunicador y he tenido que escribir ya unos cuantos mensajes clave, le pedí que parara de hablar por un momento, que dejara de comportarse como una máquina y que, ¡por favor!, primero oyera lo que yo le estaba diciendo. De nada sirvió, durante casi una hora me repitió las mismas excusas con las mismas palabras e idéntico tono.
Puestos a perder el tiempo, le pregunté si había visto Still Mine. Me respondió que ella estaba para servirme. Insistí en que ya no le estaba hablando de mi requerimiento sino de una película. Entonces aclaró que nuestra orden sería procesada durante las próximas 72 horas y que, en caso de ser rechazada por el sistema, tendríamos que empezar el proceso de nuevo.
Mientras ella insistía en leerme el enorme inventario de excusas que aparecen en su guión, no sin antes incluir algún mensaje esperanzador de la marca, yo no paré hasta contarle toda la historia de Irene y Craig. Aún no tenemos Internet, ni siquiera han venido a cablear el edificio. Gracias a eso he visto ya a Still Mine tres veces.
A la chica del call center no le creí ni una palabra, pero Craig Morrison ya ha logrado convencerme de que a veces es necesario romper todas las reglas, de que vale la pena persistir cuando se trata de defender al sentido común y al amor.

25 agosto 2015

Mudanza y acarreo

(Escrito para la columna Como si fuera sábado de ls revista Estilos)

Provengo de una familia de ferroviarios. Cada vez que a mi abuelo le asignaban la jefatura de una nueva estación, tenían que recogerlo todo y mudarse. Un tren les dejaba dos vagones para que metieran todas sus pertenencias y las despacharan hacia su nuevo destino.
Mi madre, quien ha extraviado ya la inmensa mayoría de sus recuerdos, no olvida los días de mudanza. De San Fernando para San Andrés, de San Andrés para San Juan de los Yeras, de San Juan de los Yeras para el Paradero de Camarones.
Todo lo que tenían era enviado en aquellos vagones: la ropa, los muebles, los enseres, las vacas, las gallinas… Cada vez que los Yero armaban y desarmaban sus cosas, comenzaba un nuevo capítulo de su nostalgia. Por las historias que me hacían, llegué a la conclusión de que solo empezaban a disfrutar de un lugar una vez que lo abandonaban.
Diana y yo acabamos de mudarnos. Mientras desarmábamos El Bohío —así llamamos a nuestro hogar—, recordé la antigua condición de mi familia y su obsesión por idealizar las cosas que dejaban atrás, tratando por todos los medios de que el futuro le diera sentido al pasado.
Ayer volví a la casa que acabamos de abandonar. De las paredes solo colgaba la sombra que dejaron los cuadros al ser retirados. Sin los muebles me sentía desorientado, me era imposible determinar un punto fijo para trazar la proyección de los recuerdos. Todo lo que logramos entre esas paredes se había ido con nosotros.
Incluso las cosas que compartimos con los amigos y los seres queridos también pudieron ser embaladas. Cuando en las habitaciones vacías ya solo quedó espacio para el eco, me di cuenta de que —contrario a la tradición de mi familia— también nos habíamos llevado a la nostalgia con nosotros.
Eso me hizo recordar la primera página de La ignorancia. No paré de buscar en las cajas de libros hasta dar con la novela de Milán Kundera: “En griego, ‘regreso’ se dice nostos. Algos significa ‘sufrimiento’. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar”.
Aunque Diana y yo también compartimos la condición de exiliados, hemos renunciado a la posibilidad de volver al pasado que compartimos. Eso nos exonera de padecer el tipo de ignorancia que define Kundera y nos permite acarrear también con las cosas intangibles.
Hace unos días una amiga me hizo notar que yo había cambiado mucho: “Eres otra persona”, insistió. Ayer, mientras atornillaba los muebles y buscaba un nuevo lugar para cada cosa, me di cuenta de que también estaba armando a un nuevo Camilo.
Me gustaría encontrar en alguna página de Milán cómo llamar a la alegría que causa la posibilidad de alcanzar al futuro en el presente. Durante mucho tiempo, Diana y yo nos imaginamos cómo sería la nueva vida dentro de un espacio que aún no existía. Desde hace unas pocas noches respondemos esa pregunta.
Mi familia se iba de un lugar para poder pertenecer a él. Nosotros, en cambio, pudimos cargar con todo lo que tenía un sentido, abandonando el espacio absolutamente vacío. El lugar que dejamos ya no se llama El Bohío, porque El Bohío es todo lo que se fue con nosotros.
Mi amiga tenía razón, he cambiado mucho y espero poder seguir haciéndolo. Uno necesita mudarse por dentro como se muda por fuera. Si abandonar nada de lo que se ha sido, sin dejar atrás ningún recuerdo ni padecer de una manera enfermiza por el pasado, es necesario embalar y desembalar lo que somos para tener la posibilidad de ser de otra manera.
Por eso en estos días, además de mudarnos de casa, también nos estamos mudando de Diana y Camilo. Nos desempacamos con mucho cuidado, tal como hacíamos con los cuadros, con los libros y con todos los recuerdos que nos llevamos para darle espacio al eco.

04 agosto 2015

La ciudad invisible de Homero y Maurice

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Ítalo Calvino es uno de mis escritores preferidos y Las ciudades invisibles uno de sus libros que más he releído. En él, el célebre escritor italiano se inventa 55 ciudades para que Marco Polo le explique a Kublai Kan, emperador de los tártaros, cómo se vive en el mundo que él no conoce.
El propio Calvino definió su libro como una discusión, unas veces implícita y otras explícita, sobre la ciudad moderna. “Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”, advirtió.
En la revista Arquitexto (una de las más valiosas publicaciones periódicas que se han producen en República Dominicana) apareció 'Alma de barrio', un ensayo gráfico de Homero Pumarol y Maurice Sánchez sobre la ciudad más grande y más desconocida del Caribe insular.
Como bien apuntan los editores de la revista, en este conjunto de imágenes se exploran otros territorios de Santo Domingo, esos que nunca son reseñados ni fotografiados por los que se concentran en exaltar el “Nueva York chiquito” de la exclusión y la demagogia.
“Sin ser urbanistas ni arquitectos, captan sugerentes aspectos que aportan otra lectura de la ciudad. Este ensayo gráfico propone un recorrido por barrios de la capital (…). Desde allí nos invitan a reflexionar sobre la eterna y constante condición de urbe inacabada y en constante transformación”, advierten los editores de la revista.
Descubrí el número de Arquitexto en el que aparecen las fotografías de Homero y Maurice en una de esas mesas donde se amontonan publicaciones para que uno no pierda la paciencia esperando. Debo reconocer que ese hallazgo me salvó durante casi una hora y, de paso, me empujó a escribir estas líneas.
República Dominicana es en verdad un país muy diverso y fascinante, pero lo más valioso de su cultura y de su gente pasa desapercibido o es reseñado erróneamente la mayoría de las veces: O se le mira con una impostada sofisticación o se le simplifica a lo típicamente caribeño.
De ahí la importancia de 'Alma de barrio'. Tanto las imágenes como los textos nos convidan a mirar a ese punto donde nunca nos enfocamos. Se trata de las puertas y las ventanas por las que el “progreso” jamás ha pasado, esas que no escatiman colores para dejar de ser invisibles.
En la misma mesa donde encontré la revista Arquitexto, había más de diez publicaciones cuyo único contenido era el exhibicionismo visceral de los que en verdad creen que vivir en un Nueva York chiquito. Después de una breve hojeada de tantos cocteles y fastuosas familias sonrientes, volví a las páginas de Homero y Maurice.
Nací en el Paradero de Camarones (un pequeño pueblo del centro de Cuba que jamás ha encontrado espacio en los mapas) y viví hasta los 33 en La Habana. Pero hace ya 15 años que resido en Santo Domingo y es esta ciudad la que define quien soy ahora.
Esa es la principal razón por la que estoy tan agradecido de Homero Pumarol y de Maurice Sánchez. Gracias a sus palabras y a sus imágenes puedo confirmar que no vivo en una ciudad invisible, por más que traten de enmascararla, ocultarla o negarla.