Me gustaría ser uno de los mejores poetas de Cuba para que fuera mío este
verso: “Cuando Diana echó a rodar sus ojos azules nunca pensé que cayeran en
mis manos”. Pero como no soy Emilio García Montiel y nunca llegaré a escribir
como él, me conformo con Diana y su mirada.
Hoy,
a propósito de su cumpleaños, le di las gracias por haberla encontrado. “¡Por
habernos encontrado! —me corrigió ella— ¡Por habernos encontrado!”. Aun cuando
vivíamos en universos tan distantes, a veces trato de imaginarme mi vida con
ella a los diecipico, a los veintipico o a los treintipico.
Somos
de la misma edad y nacimos en el mismo país, pero nuestras experiencias de vida
fueron totalmente diferentes hasta que el azar por fin quiso que tropezáramos.
Aunque ambos ya estábamos a punto de subirnos en la media rueda, decidimos no volver a
separarnos por el resto del viaje.
Hemos
pasado todo tipo de contratiempos y cada uno ha intentado hacer realidad el
sueño del otro. Esas vicisitudes y esas ambiciones han acabado uniéndonos aún
más. La conocí al borde de los 50, pero junto a ella le he perdido el miedo a
la vejez.
Es
como si hubiera doblado en U y estuviera de regreso a esa rara edad donde se es
feliz sin el más mínimo motivo. Ayer, cuando salía de la peluquería, se hizo un
selfie. Fue entonces que pensé en el poema de Emilito: “ya nada importa.
Humanos o divinos, sus ojos apagaron mi temor”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario