18 junio 2015

Un selfie de Diana

Me gustaría ser uno de los mejores poetas de Cuba para que fuera mío este verso: “Cuando Diana echó a rodar sus ojos azules nunca pensé que cayeran en mis manos”. Pero como no soy Emilio García Montiel y nunca llegaré a escribir como él, me conformo con Diana y su mirada.
Hoy, a propósito de su cumpleaños, le di las gracias por haberla encontrado. “¡Por habernos encontrado! —me corrigió ella— ¡Por habernos encontrado!”. Aun cuando vivíamos en universos tan distantes, a veces trato de imaginarme mi vida con ella a los diecipico, a los veintipico o a los treintipico.
Somos de la misma edad y nacimos en el mismo país, pero nuestras experiencias de vida fueron totalmente diferentes hasta que el azar por fin quiso que tropezáramos. Aunque ambos ya estábamos a punto de subirnos en la media rueda, decidimos no volver a separarnos por el resto del viaje.
Hemos pasado todo tipo de contratiempos y cada uno ha intentado hacer realidad el sueño del otro. Esas vicisitudes y esas ambiciones han acabado uniéndonos aún más. La conocí al borde de los 50, pero junto a ella le he perdido el miedo a la vejez.
Es como si hubiera doblado en U y estuviera de regreso a esa rara edad donde se es feliz sin el más mínimo motivo. Ayer, cuando salía de la peluquería, se hizo un selfie. Fue entonces que pensé en el poema de Emilito: “ya nada importa. Humanos o divinos, sus ojos apagaron mi temor”.

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