23 septiembre 2014

Making-of de "Lezama inédito"

Por cortesía de Iván Cañas y gracias al trabajo incansable de Alba Borrego, publicamos en El Fogonero siete fotos inéditas de José Lezama Lima. Estas imágenes fueron tomadas por los mismos días en que Cañas realizó las 30 fotografías que fueron incluidas en Lezama inédito, la exposición que se inaugura hoy en a Universidad del Claustro de Sor Juana, en México DF.
Corría 1970, el año en que Cuba desvió todos su recursos hacia los cañaverales y los centrales azucareros, donde se intentaba producir 10 millones de toneladas de azúcar. Tras el fracaso de la zafra, Fidel Castro se plegó aún más a la Unión Soviética, empeñando la independencia económica del país.
Cuando se toma en cuenta ese contexto de movilizaciones y consignas, el valor de estas imágenes se multiplica. Mientras el país era llevado en masa hacia el fracaso, su mayor intelectual posaba en la soledad de un íntimo patio habanero. 
Junto al autor de Tratados en La Habana aparecen su esposa María Luisa (con vestido a rayas y cartera blanca), el poeta Antonio Conte, el propio Iván Cañas y una mujer que el fotógrafo ya no logra identificar.







© Iván Cañas, 1970

Mirar a Cuba (y a Lezama) por los ojos de Iván Cañas


© Iván Cañas, 1970
Cuba es un país que está perdiendo la memoria. Es como si la nación entera, incluyendo su identidad y el legado sobre que el que se fue construyendo la cubanidad, padecieran de Alzheimer. Eso genera una necesidad imperiosa de salvar cualquier recuerdo de lo que éramos, por insignificante que parezca.
José Lezama Lima es uno de los escritores más importantes del siglo XX. Su obra (que está compuesta de poemas, ensayos y dos novelas) contiene alguna de las claves para descifrar a lo cubano. Sin embargo, murió sumido  en un vergonzoso ostracismo.
Tal fue su confinamiento, que en sus últimos meses no se atrevió ni a salir de su casa. El día que enfermó descubrieron que había engordado tanto que ya no cabía por la puerta. A él le hubiera encantado escribir esa escena donde sacaban su corpulencia inanimada por una ventana. Debió parecer un zeppelín en el reducido espacio aéreo de la calle Trocadero.
Durante esos años (entre 1970 y 1976) solo dos familias, los Vitier y los Diego, y muy contados amigos corrían el riesgo de acercársele. Para la sociedad que trataba de imponer la revolución, era más importante la salud de una vaca que la de un escritor universal.   
La prueba de ello es que cuando murió Ubre Blanca, un cruce de holstein con cebú que llegó a implantar el récord mundial de producción de leche, le dedicaron una de las ocho páginas del periódico Granma, le hicieron una estatua de mármol y la condecoraron como a un héroe. El obituario de Lezama no alcanzó los tres párrafos en el Órgano Oficial del Partido Comunista.
A diferencia de Ubre Blanca, que aún es conservada en una urna de cristal a temperatura controlada, el legado de Lezama fue primero ignorado y luego saqueado. Hace poco apareció un pedazo de película sin sonido donde se le ve moverse y tomar una bocanada de humo de su eterno habano. Solo eso.
De no haber sido por Iván Cañas, quien persiguió a Lezama cámara en mano mientras el escritor se movía con dificultad por su entorno cotidiano, se habría perdido la posibilidad de saber cómo era el universo donde se escribió Paradiso.
Lo he dicho más de una vez y no me queda otro remedio que repetirlo: Gracias a los ojos de Iván Cañas hoy podemos apreciar una Cuba que de no ser por él ya no tuviéramos. Mientras la mayoría de los fotógrafos de los años 60 y 70 se esmeraban en documentar la gesta revolucionaria, Iván miró para otra parte.
Eso nos permite reconocer la más cruenta batalla que se libró en aquellos años: la de la vida cotidiana, la de la subsistencia, la del silencio que sobrevenía una vez que las armas de fuego, las consignas y los discursos se apaciguaban.
hoy, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, en México DF, se inaugura la exposición Lezama inédito. En esas 30 fotografías de Iván Cañas por fin se salva todo lo que permaneció por tantos años en las oscuras manos del olvido.
Hoy, gracias a esas paredes mexicanas, Cuba recupera un tilín esencial de su memoria.




22 septiembre 2014

La cocina de Pujol

Albertico Pujol es uno de los actores más populares y orgánicos que ha nacido en Cuba en los últimos 50 años. El cariño que le prodiga la gente, es directamente proporcional a su facilidad para hacer creíble hasta el más mínimo gesto de cada uno de los personajes que encarna.
Después de incursionar en la televisión, el teatro, el cine y la música, Albertico ha decidido probar suerte en la cocina. Desde Bogotá, donde reside hace años, enviará cada viernes un nuevo capítulo de La cocina de Pujol, un programa culinario que concibió para YouTube.
Al cabo de medio siglo, las consecuencias de la revolución han sido devastadoras para Cuba. Nuestros antropólogos, sociólogos e historiadores tienen pendiente la gigantesca tarea de medir los daños del huracán socialista en todos los ámbitos de la sociedad y la nación, incluyendo el acto de comer como un cubano.
Aunque Albertico no se lo haya propuesto, su cocina se irá convirtiendo, viernes tras viernes, en un invaluable documento antropológico, lleno de ingredientes, sabores, gestos, frases, chistes e ideas que identifican y definen a la cubanía.
Si en Cocina al minuto se inducía a los cubanos a sustituir el fufú de plátano por el cereal de sémola, en La cocina de Pujol se les mostrará cómo recuperar los sabores que ya no recuerdan, esos a los que sus abuelos y sus padres apelaban cuando tenían nostalgia ‘del tiempo de antes’.
Si Nitza Villapol buscaba desesperantes opciones para las carencias y los desabastecimientos, Albertico Pujol no escatima y le pone a las recetas los ingredientes que en verdad llevan. “El que no tenga aceite de oliva, que se lo imagine”, dice en un momento, pensando en el día en que su video comience a circular por Cuba de manera clandestina.
Mientras preparaba una banana supreme (la receta del primer capítulo), Albertico pidió que la salsa vita nuova fuera declarada patrimonio cubano. En algún momento, si él es persistente y su programa alcanza todos los viernes que merece, habrá que hacer lo mismo con La cocina de Pujol: declararla patrimonio del pasado y del futuro de un país que no tiene presente.

(Para ver el capítulo 1 de La cocina de Pujol, haga clic aquí)

20 septiembre 2014

La identidad no se promueve con porcientos

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Pocas cosas disfruto más que las discusiones sobre política cultural. Esa pasión se la debo a los años que compartí con el equipo del Centro León, donde la investigación y promoción de los valores y las identidades dominicanas es una verdadera obsesión.
Una sola actividad, la que pareciera más insignificante, podía provocar horas de discusión entre sus organizadores. De todos aquellos debates la mayor lección que me llevé es la certeza de que los dominicanos, como el resto de los caribeños, no tienen una identidad sino muchas. Y como si fuera poco, todas ellas están en constante construcción.
Es por eso que me resulta inevitable decir lo que pienso sobre el proyecto de Ley que Protege, Estimula, Preserva e Impulsa la Difusión de la Música Dominicana. Nunca nadie ha tenido que obligar a un cibaeño a escuchar merengue típico.
El Cibao suena a merengue típico desde que se levanta hasta que se acuesta. Y no es porque alguien alguna vez se empecinó en que eso era lo que tenía que escucharse en esa Región, sino porque ese ritmo la representa, dice lo qué ella quiere decir y la hace moverse como ella quiere moverse.
Pero no hay un mejor ejemplo que la bachata. Por más que la clase dominante haya querido silenciarla. Por más que los propios gestores de la cultura oficial (entre quienes siempre han sobrado los elitistas) trataran de ignorarla, los dominicanos la hacen sonar por los cuatro puntos cardinales del mundo.
Ni los comedidos japoneses, ni los glaciales finlandeses, ni los empecinados rusos, ni los lejanos australianos… nadie en ninguna latitud ha podido permanecer ajeno a un ritmo que es más contagioso que la chikungunya. Para lograr ese acto cultural de impacto global, el Ministerio de Cultura no tuvo que mover un dedo.
En los años 70 del siglo pasado el régimen de Cuba se esmeró en controlar la difusión de la cultura. Censuró, persiguió, reprimió y confinó a escritores y artistas que hoy están entre los más universales de la Isla. Esa ola de represión le acabó costando a la revolución el divorcio con Jean Paul Sartre, uno de sus mayores enamorados.
Entre las medidas tomadas, figuraba una idéntica a la que propone el proyecto de Ley dominicana. Solo que en Cuba, en esa época, dentro del porciento de la música nacional no entraban artistas como Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, cuyas canciones eran llamadas ‘de protesta’ y provocaban todo tipo de recelos en los funcionarios culturales.
Dos hechos recientes: la prohibición de que Miley Cyrus se presentara en Santo Domingo y el proyecto de Ley sobre la difusión de la música en la radio, me hicieron recordar los años de mayor intolerancia en mi país. En su muro de Facebook, el escritor Pedro Antonio Valdez se expresó de una manera clara:
“En mi país, se vende y se promueve los libros de Vargas Llosa o de Coelho mil veces más que los míos. Hay librerías en los que los libros de ellos son bienvenidos y no los míos. Sin embargo, a mí me daría asco pretender que para que yo sea leído y promovido como ellos, se aprobara una ley que obligara a tal cosa. (…) Me daría vergüenza que mis libros fueran impuestos por el Estado”, dijo.
A Pedro Antonio le da vergüenza, pero a otros no y por eso hacen todo lo posible por asegurarse de que los lean o los escuchen. Solo que no toman en cuenta algo. Estamos en 2014. Hasta el dominicano más humilde lleva un playlist en su celular.
Si la Ley llegara a aprobarse, lo que acabará sucediendo es que cuando empiece a sonar una música que al oyente no le gusta, se cambiará a su propia emisora. Todo eso sin contar los absurdos que sobrevendrán: ¿La Fania All Star es dominicana o extranjera, a qué porciento le cargamos una de las expresiones más contundentes de la cultura caribeña?
La identidad no se promueve con porcientos sino con acciones culturales.

10 septiembre 2014

El patchworking de Diana

En diciembre del año pasado, Ana Rosario nos regaló dos libros de Thoreau: Walden y Cartas a un buscador de sí mismo. Eso provocó una obsesión en Diana, quien se propuso leer o releer toda la obra del naturalista y agrimensor norteamericano.
Al cabo de un año, y después de verla pasar mucho tiempo a solas con Henry David, puedo asegurarles que Diana es otra mujer. La financiera que conocí buscaba ávidamente su lugar en el mundo; ahora, gracias al autor de Musketaquid, creo que ha empezado a encontrarlo.
Ayer, cuando llegué a casa, me dijo que me tenía una sorpresa. Era un texto. Lo escribió después de leer una página de El Diario de Thoreau. Estaba feliz y saltaba como una niña. Por primera vez en su vida había puesto por escrito algo que no fuera un informe estadístico, un análisis económico o un email de trabajo.
Como su pequeña viñeta a mí también me produjo mucha alegría, decidí compartirla en El Fogonero. 



“El mercado fija, como el tiempo, el precio de las cosas.
Nosotros fundamos el aprecio de aquello junto a lo que vivimos y amamos”
Luis García Montero

Mi botella de cristal de Bohemia me costó 10 dólares en un especial. Se trataba de una joyería en San Cugat del Vallés, una pequeña ciudad catalana a quince minutos de Barcelona. Sus dueños habían decidido cerrarla y estaban liquidando toda la mercancía. Ahí la encontré.
En ese momento no tenía nada que hacer con ella. Mi hogar era demasiado estrecho para presumir de un objeto como ese. Por alguna razón inexplicable, decidí aprovechar la oferta. Al llegar a casa la llené de un ron que habíamos llevado desde Santo Domingo. 
Durante 15 años el ron se mantuvo intacto en la botella. En 2011, construí un nuevo hogar junto a Camilo Venegas. Pocas cosas vinieron de mi vida pasada. Pude desprenderme de casi todo pero, por alguna extraña razón, rescaté mi botella de cristal de Bohemia.
Sigue llena de ron. Pero ahora apenas dura unas semanas y vuelve a llenarse, sube las escaleras, disfruta de la terraza y hasta de vez en cuando se ha caído borracha. 
En la última caída perdió un pedazo, pero sigue siendo una bella botella de cristal de Bohemia. Solo que ahora hay una gran diferencia, está viviendo la vida para la que fue hecha.
Diana Sarlabous
9 de septiembre de 2014

08 septiembre 2014

Lázaro, tolera antes de levantarte

Todos los 8 de septiembre acompaño a Diana a la Misa que la comunidad de exiliados cubanos le dedica a la Virgen de la Caridad. Aunque soy ateo, comparto el rito con mi mujer. Me pongo de pie cuando los demás lo hacen y me siento en los momentos en que eso es posible. No rezo mi me persigno, pero permanezco en la ceremonia de principio a fin, respetuoso.
En otras misas, con otros sacerdotes, suelo disfrutar el sermón. Muchos del Padre Pepe, en el Convento de los Dominicos, me han llegado a conmover. Algunos, incluso, me han movido a escribir reflexiones sobre la sociedad dominicana y, en general, sobre eso que llamamos la 'vida moderna’.
Hoy no fue el caso. La misa fue oficiada en la Iglesia de la Santísima Trinidad por Lázaro Henrry Alegrant, un joven sacerdote cubano de voz engolada y reflexiones demasiado frívolas para estar en territorio jesuita. Pero no fui a escuchar al muchacho, sino a celebrar el cumpleaños de uno de los mayores signos de identidad de Cuba; por eso pasé por alto la ligereza del contenido.
Todo estaba bien hasta que el brioso nuevo pino la arremetió contra los ateos. Después de engolar la voz lo más que pudo, aseguró que nuestro país había padecido por décadas “el huracán del ateísmo”. Como no está bien interrumpir un rito, pongo aquí las cosas que quise decir en ese momento.
El huracán que en verdad ha llevado a nuestra nación a la ruina es una dictadura, una terrible dictadura con la que la Iglesia Católica, dicho sea de paso, mantiene una relación cada vez más entusiasta. Ya al final de sus palabras, cuando era demasiado tarde, el sacerdote habló de reconciliación entre todos los cubanos.
Tolera, Lázaro, antes de levantarte a predicar. Relacionar a los ateos con la dictadura de Fidel Castro es una irresponsabilidad tan grande como la que cometió el propio Fidel por décadas, al vincular todo acto de fe con la contrarrevolución. Comprendo que estés disfrutando aquí de una libertad que no tenías en Santa Clara, pero tampoco te vayas al otro extremo.
Hoy, mientras acompañaba a Diana a una misa que se celebra para unir a todos los cubanos que viven en Santo Domingo, me sentí discriminado. Entonces recordé al dominicano Máximo Gómez y a la sagaz visión que tenía de nosotros. Más de un siglo después seguimos siendo idénticos a como nos definió el Generalísimo.

Una magnífica colección de disparates

Las portadas del Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, son una magnífica colección de disparates. Si un estudiante de comunicación quisiera averiguar qué pasa con el oficio del periodista en una dictadura, le bastaría con consultar el más de medio siglo de existencia de este menudo libelo.
Nunca he podido privarme de la manía de leer el Granma a diario. Obviamente, no lo hago para informarme; lo asumo como un ejercicio antropológico. Gracias a eso, por ejemplo, pude escribir la viñeta “Recorte de prensa”, que aparece en mi libro ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes?.
Tengo una amplia colección de portadas del Granma. Las guardo en PDF o JPEG. Aunque trato de quedarme solo con las más disparatadas y absurdas, mi folder supera los mil archivos. Acabo de guardar la de hoy, 8 de septiembre de 2014, donde se reseña una “gigantesca ola de solidaridad que recorre el mundo”.
Cuando se lee esa oración en un periódico, se le imagina acompañada por una amplia foto aérea, donde se puedan apreciar las enormes dimensiones de una multitudinaria marcha. No en el Granma. El (publi)reportaje está ‘ilustrado’ con un desconcertante retrato de 17 individuos que portan 18 pancartas.
Más de un crítico ha señalado que en Cuba la literatura ha tenido que asumir el rol de la prensa, de ahí que cuando se quiera averiguar sobre crisis como la del Mariel o la de los balseros, haya que acudir a la ficción y pasar por alto lo que cuentan los periódicos oficiales.
Aun así, yo insisto en alimentar mi colección de portadas del Granma. Gracias a eso mantengo fresco en mi memoria el recuerdo de todos esos absurdos y horrores que, en honor a la verdad, ya debería haber olvidado.

Siete girasoles dentro de un pomo con agua

Soy nieto de un ateo y una devota. Mi abuelo nació en 1908 y, a miles de kilómetros de Moscú, sintió siempre una gran simpatía por los primeros comunistas. Nunca perdió la admiración por aquellos ilusos que pretendían un mundo sin explotadores ni explotados.
Mi abuela nació en 1914 y, a cientos de kilómetros del Cobre, sintió siempre una gran devoción por la Virgen de la Caridad. Eso explica que hubiera una de yeso en un hogar donde se hablaba de Marx y de Trotsky con cierta regularidad.
Como mi abuelo fue mi primera gran influencia, yo solo veía a la Virgen de la Caridad de las piernas para abajo, justo donde había tres navegantes que parecían sacados de La isla del tesoro o El corsario negro. En eso, para mí, consistía la divinidad de aquella representación, en la suerte de aquellos marineros.
Muchos años después fue que entendí lo que significaba de verdad para los cubanos aquella mujer. Entonces a los marineros se sumaron el nombre de Ochún, el de Cachita, los girasoles, los ríos y la miel.
Diana le pone todos los sábados un ramo de girasoles a una Virgen de la Caridad que compramos en la Ermita de Miami. Se los encarga a una anciana que viene desde Haina con un balde lleno de flores sobre la cabeza. En esas flores veo a mi país, a mis abuelos y al resto de las cosas que me definen.
A simple vista son siete girasoles dentro de un pomo con agua, pero en verdad ellos representan muchísimas más cosas, incluso para mí, que soy nieto de un ateo y una devota.

06 septiembre 2014

Cuando los valores están pintados en la pared

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

En nuestra calle hay un colegio. Lo construyeron dentro de una antigua casa de familia. Una de las primeras cosas que hicieron fue poner, en uno de sus muros, un enorme cartel con los “valores humanos” (como desconozco los ‘valores animales’ y los ‘valores vegetales’, sigo sin entender el móvil de la aclaración).
Durante los meses de vacaciones el colegio se mantuvo en obras. Aun cuando está en una calle muy transitada y no cuenta con un solo parqueo, lo elevaron hasta tres pisos. Es decir, violaron las más elementales normas de urbanismo. También se mantuvieron laborando con ruidosas máquinas a deshoras y los fines de semana, provocándole grandes molestias a toda la comunidad.
A pesar de las constantes quejas, ni el director ni nadie se tomó la molestia de responder o dar la cara. Aunque tienen a los valores ‘humanos’ pintados en su pared, es obvio que aún no los han incorporados. Todo parece indicar que para ellos lo importante es divulgarlos, no ponerlos en práctica.
Esa disfunción entre el discurso y la práctica es visible a todos niveles de la sociedad, desde las instituciones gubernamentales o las empresas hasta los individuos. Hay compañías que llegan al paroxismo por tal de implantar una cultura corporativa. Empiezan por disfrazar a sus empleados con trajes y corbatas (en pleno fragor tropical) y acaban cayendo en un fundamentalismo semejante al de las sectas religiosas.
Pero eso no quiere decir que a la hora de cumplir sus deberes con la sociedad sean igual de estrictos. Una cosa es la apariencia, lo que se ve, y otra muy diferente lo que no se ve, es decir, lo que en verdad se es. Por eso a veces su propio discurso se convierte en uno de sus principales adversarios, poniéndolos en evidencia y denunciándolos.
Los que más hablan de medio ambiente, a veces son los que más daños provocan al entorno con sus operaciones. Los que suelen insistir en la honestidad, la seriedad y la responsabilidad, a menudo son los que ofrecen el trato más leonino a sus clientes y los que mejor se las ingenian para evadir impuestos y dejar de cumplir sus obligaciones con el país.
Hace unos días estaba en un semáforo, justo detrás de un lujoso vehículo que lucía un pomposo cartel. Exhibía con orgullo el hecho de ser padre de un estudiante de uno de los colegios más caros del país. Pero la fortuna que se gasta en la educación de su hijo no ha sido suficiente. Antes de que llegara la luz verde, se abrió una de las ventanas y por ella comenzaron a arrojar basura.
Le importa su apariencia (el lujoso vehículo es una prueba de ello), le importa invertir en la apariencia de sus hijos (por ello se ve en la necesidad de divulgar dónde estudian), pero siente un enorme desprecio por su ciudad y por los que comparten con él ese espacio; por eso lo ensucia sin el más mínimo pudor.
El colegio del que les hablaba al principio se vanagloria de que sus estudiantes trabajan a través de un iPad. Esto, que me resulta tan incomprensible como la aclaración de que los valores que siguen son ‘humanos’, es otra señal de que cada vez es más importante parecerlo que serlo.  
Lo que debemos agradecerle a un colegio no es dónde escriben nuestros hijos, sino qué escriben. Con el más humilde de los lápices se puede producir el mismo contenido que con el más sofisticado artefacto. Por eso, en su libro “La cultura del nuevo capitalismo”, Richard Sennet aboga por una revuelta contra la superficialidad y las incosecuencias que vivimos hoy.
No se trata de pintar los valores en la pared, se trata de compartirlos de la mejor manera que se pueden compartir: poniéndolos en práctica.