16 julio 2014

A mis 47

La locomotora insignia de los Ferrocarriles de Cuba, una bola de hierro ucraniana con 120 caballos de fuerza, apenas llegó a los 23 años de vida útil. Es decir, menos de la mitad de los que yo alcanzo hoy. Y creo que lo hago con cierta dignidad. Cuando la revolución cubana celebró su 47 aniversario, ya me parecía una anciana decrépita, intolerable.
Llego hasta aquí con unas 15 libras de más, innumerables achaques y el desconcierto que provoca la certeza de que, dentro de 3 años, tendré medio siglo en las costillas. Para decirlo de una manera más simple: comienzo a prepararme para asimilar la vejez sin entrar en pánico.
Eso no quiere decir que haya decidido empezar a tomar precauciones. Todo lo contrario. Le temo más a la idea de volverme conservador, que a los dolores en la espalda. Lo que me asusta es que me de alcance esa chochería que tanto inutiliza y anula (He visto a grandes contestatarios sucumbir a ella, uso sus penosos ejemplos para tratar de inmunizarme).
Lo que me aterra es llegar a la edad de la indulgencia, el conformismo, la condescendencia, la abulia y la cobardía. Quiero, mientras mi cuerpo aguante, seguir siendo el guajiro común y corriente que disfruta brindarle salchichas y ron a la gente que quiere, acaparar buena música y despertar cada mañana junto a Diana Sarlabous.
Para mi vejez solo deseo una cosa: que Cuba cambie antes de que yo muera, que la dictadura que dejó sin futuro a nuestras generaciones por fin sea derrotada. Si llego a ver eso, les prometo que me convertiré en un hombre nuevo. Tenga la edad que tenga, el día que eso suceda seré inconmensurablemente joven.

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