26 junio 2014

El tren de las 11

Esta viñeta formaba parte del libro ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (Capital Books, 2011). Ya no recuerdo cuál fue la razón por la que acabé excluyéndola. La recuperé hoy, cuando di con estas dos fotos. La primera,  justo en el crucero del Paradero de Camarones; la segunda, en el andén 2 de Cienfuegos Viajeros.
La imágenes son de 1998. Corrían los días finales de la 61620, cuyos restos acabaron siendo desguazados en el taller de Cienfuegos. Ninguna otra locomotora pasó tantas veces por mi infancia. Recuperar imágenes suyas, aun en su peor momento, me ha llenado de felicidad.

Por lo regular, el tren de las once solía pasar a las once.
A las 10:59 se oía el primer pitazo. Un zumbido parecido al que hacen los barcos lo estremecía todo. La locomotora era una M62. Los ferroviarios soviéticos le llamaban "Gagarin"; los cubanos, “Melón”. La forma cilíndrica de la máquina y su color carmesí, como la masa jugosa de la sandía, fue suficiente para que tuviera un sonombre menos heroico y más tropical.
Entre 1974 y 1975 arribaron 20 melones a los puertos de Cuba. La inmensa mayoría fueron construidos en Woroschilowgrad, un punto al este de Ucrania que jamás aparece en los mapas. El destino original de las máquinas era arrastrar el tren de La Habana a Santiago.
Pero las altas temperaturas del Caribe y el exceso de trabajo hicieron que dos máquinas se incendiaran a mitad de camino. Las 18 locomotoras que sobrevivieron fueron relegadas a la terminal de Cienfuegos, donde se hicieron cargo del lechero de Línea Sur y de varios viajeros de corta distancia en la región central de la Isla.
La 61620 le fue asignada al tren de las 11. Marino Vega, alias Caballo Loco, era su maquinista. La formación del melón y sus vagones tenía la longitud exacta del andén de Camarones. Cada vez que el tren se detenía, la abatida máquina arrojaba chorros de aceite requemado y un gas fuliginoso que lo empaña todo.
La parada reglamentaria era de dos minutos, pero jamás se cumplía. 120 segundos era muy poco tiempo para romper la inercia del Paradero de Camarones. Kake, el guardafrenos, el único miembro de la tripulación que ponía pies en tierra, necesitaba de al menos tres minutos.
Primero hacía la señal de aplicar los frenos. Luego ayudaba a la señora del vestido azul a bajar los cuatro escalones del estribo. La dama, con displicencia, permitía que Kake la tomara de la mano. Una vez liberado de su caballerosa responsabilidad, el guardafrenos saludaba al Jefe de Estación. 
Lo hacía dándole una palmada en el hombro. Sin que Kake lo notara, el Jefe de Estación solía mirarse de soslayo la parte de la camisa donde se había  posaba la mano seguramente sucia. Era un gesto mecánico, inevitable. En lo que eso sucedía, el conductor de expreso bajaba las latas de la película que ya estaba anunciada en el cine Justo.
—¿Cómo estará esto? —Preguntaba Chena con un gesto de repugnancia.
—Seguro que es rusa —fue la respuesta del mensajero—. Nunca logro entender las películas rusas.
Por último, Kake hacía una señal muy parecida a la de decir adiós. Marino Vega daba dos pitazos y hacía que el tren saliera a todo galope. En el trayecto hacia Hormiguero, la próxima estación, el maquinista se aseguraba de recuperar el minuto de retraso.
Por lo regular, el tren de las once solía pasar a las once. La última vez que esperaron por él, una multitud contrariada permaneció a ambos lados de la vía hasta pasadas las 4 de la tarde. En un extremo del andén, Chena se mantuvo a un lado de la carretilla donde cargaba las películas.
A lo lejos se vio venir una mancha. Poco a poco se empezó a distinguir la mujer del vestido azul. Pasó con las manos vacías, sin saludar a nadie. El Jefe de Estación se miró de soslayo la parte de la camisa donde siempre caía la mano seguramente sucia del guardafrenos.
Fue un gesto mecánico, inevitable.

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