30 abril 2013

Cuba está cambiando


Tanto se ha dicho que Cuba está cambiando, que uno empieza a creérselo. Aunque en lo esencial nada ha variado dentro del anciano régimen, no se pueden negar ciertas concesiones. Dos eventos que ocurrieron este fin de semana, en La Habana y Varadero, son quizás la mejor prueba de ello.
La Orden José Martí es una medalla de calamina que Cuba tiene como su más alta distinción. Durante décadas, dictadores y criminales de África y Europa del Este desfilaron por La Habana para que Fidel Castro los condecorara. Era un protocolo en dos actos. Primero, el coronel Guerrero Ramos formaba a su tropa; luego, el comandante fijaba el imperdible.
Este fin de semana, Raúl Castro le otorgó la Orden José Martí a la escritora Fina García Marruz, quien perteneció a la generación de Orígenes y está entre los más importantes poetas vivos de la lengua castellana. Su nombre se une ahora a los de Nicolae Ceaucescu, Erich Honecker, Robert Mugabe, Kim Il-sung y Aleksandr Lukashenko.
Otra señal que puede tomarse como una prueba de los cambios, es el Campeonato Internacional de Golf Montecristo. La agencia rusa RIA Novosti reportó que el evento se celebró en el Club de Golf de Varadero. Antonio Castro Soto, hijo de Fidel Castro, resultó ganador entre 100 jugadores de 15 países.
En 1962, Fidel Castro y Ernesto Guevara disputaron una partida de golf. Según Alberto Korda, el fotógrafo oficial del evento, al final el guerrillero argentino dejó que el líder cubano ganara. Aunque ninguno de los dos sabía perder, se impuso el sentido común de los rangos.
Una de dos: o eso en Cuba aún no ha cambiado o el hijo del comandante se pasaba el día jugando golf, mientras el resto de los cubanos trataba de construir el socialismo.

28 abril 2013

Kafkiana


Bladimir Zamora está hecho para vivir apenas con lo más imprescindible. Su casa, como la de Gastón Baquero en Madrid, solo tiene “una mesa y otros cuantos artilugios”. En el apartamento de Gastón, como en la de Bladimir en La Habana, habían muchas cucarachas. Vivían de comer libros y restos de pan con dulce de guayaba.
En La Gaveta, en la calle Monserrate, dentro de un edificio que ya ha sido declarado en “estática milagrosa”, conviven con el Bladi las cucarachas más habaneras (se han engullido tomos enteros de Casal, Martí, Roig de Leuchesenring…).
Las capas de polvo sobre los libros y los objetos describen las décadas, una por una, hasta llegar a la del 2000, que es la que yo me perdí, la que cuenta mi ausencia. Entre las cosas que se han conservado por años y años, está la botella de whisky que fue convertida en candelabro.
La cera derretida de las velas ha ido cayendo sobre los libros que están más abajo hasta hacer un pozo sobre La metamorfosis, de Franz Kafka. Es la vieja edición de Arte y Literatura. Está comida por el lomo y hace tiempo que no se abre, gracias a eso han podido desovar allí las cucarachas.
En la misma calle de Bladimir, unas cuadras más abajo, en dirección al mar, unas cucarachas enormes subieron por las paredes del Museo Nacional de Bellas Artes. Fue en 2009, durante la Bienal de La Habana. Se trató de una instalación de Roberto Fabelo que se llamó Sobrevivientes.
A diferencia de la familia de Gregorio Samsa, los habaneros no tienen entre sus prioridades deshacerse de las cucarachas. Cuando se vive con lo imprescindible, dentro de los espacios más precarios, parece haber espacio para todas las criaturas, incluso las más aborrecibles.

26 abril 2013

Háblame de Jatibonico

La Autopista Nacional se acaba en Taguasco. Primero empieza a adelgazar y luego se va difuminando hasta desaparecer, literalmente, en la hierba de un potrero. Cuando buscábamos la salida a la Carretera Central, nos detuvo un policía. Trató de explicarnos que habíamos cometido una infracción, pero nunca entendimos en qué consistía. 
Mi licencia de conducir, que es dominicana y estaba acabada de renovar, le pareció sospechosa. Revisó minuciosamente el interior del vehículo. Le pregunté de dónde era y me dijo que de Jatibonico. Le hablé del estadio Genaro Melero y de la batalla campal que libraron allí, a finales de los 80, los equipos de Las Villas y La Habana. 
—¿Te acuerdas cuando Muñoz empezó a llorar? —me preguntó. 
—Como si fuera ahora mismo —Le respondí—, fue por culpa de Acebey, que tiró el guante y se fue para el banco. 
Nos despedimos con un saludo amistoso y con los ojos aguados.

22 abril 2013

Un amasijo hecho de cuerdas y tendones*


En 1970, el artista y anatomista alemán Gunther von Hagens inventó la plastinación. La técnica permite conservar todos los órganos de un cuerpo como si aún estuvieran vivos. Al extraerle el agua a los tejidos con acetona fría y luego sustituirla con una solución plástica endurecible, se eternizan.
Ese es el origen de Body Worlds (Körperwelten), la exposición itinerante de cuerpos y órganos humanos que estuvo en Santo Domingo recientemente. Miles de adolescentes dominicanos asistieron a la muestra en Ágora Mall. Muchos de ellos coincidieron en algo, cuando se supera esa primera impresión tan impactante, la experiencia se convierte en algo fascinante.
A la Feria Internacional de Libro 2013 han invitado a Silvio Rodríguez. El antiguo trovador cubano ofrecerá un concierto gratuito en la Plaza de la Cultura. A diferencia de cantautores como Bob Dylan o Leonard Cohen, que no cesan de preguntarle cosas al futuro, Rodríguez se ha obstinado en recrear el pasado.
Además de su público tradicional, ese que lo ha acompañado década a década, es muy probable que asistan también cientos de adolescentes. Para ellos, será una experiencia parecida a la de Body Worlds. En escena verán a un cuerpo endurecido, plastinado.
Para gran parte de mi generación, Silvio es hoy una de las decepciones más dolorosas que hemos tenido. Cada nueva acción suya es aún más penosa que la anterior. Hace apenas unas semanas debutó como rancheador, prestando su blog Segunda Cita para desatar una cacería contra el activista negro Roberto Zurbano, quien acabó perdiendo su puesto como director de la editorial Casa de las Américas, en Cuba.
Lo que verán en escena, muy poco tiene que ver con aquel compositor comprometido y revolucionario que le puso música a nuestra imaginación a finales del siglo pasado. Para decirlo con su propias palabras, todo no será más que un amasijo hecho de cuerdas y tendones, un eternizador de dioses del ocaso.

*Agradezco al artista cubano Alen Lauzán la ilustración que hizo para acompañar este post. Alen es el editor del periódico Guamá, la más importante publicación humorística de Cuba.

20 abril 2013

Que besarse no sea una condena


(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

La Constitución de República Dominicana no los prohíbe en ningún capítulo, pero muchos agentes del orden son muy estrictos en eso. Pocas violaciones de la Ley, incluso algunas de las más graves, provocan una respuesta tan rápida y severa como los besos en público.
Se desconocen los orígenes de esa persecución despiadada a los enamorados, esos que se desinhiben y se dan una muestra de cariño en público. Pero con toda seguridad es obra de alguno de los tantos caudillos o de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, donde tantos y tantos males se convirtieron en cultura oficial.
Lo curioso es que ninguno de los gobiernos democráticos se ocupara de desmontar semejante irracionalidad. Por décadas y décadas nadie se ha tomado el tiempo de explicarle a la policía que un beso no es un delito sino una prueba de amor.
Hace dos años, una pareja de enamorados haitianos —aún anónimos, ojalá que todavía felices— vendían celulares en plena calle. Estaban tan enamorados que no resistieron la tentación de darse un beso. La represión policial de la que fueron víctimas escandalizó a muchos. Algunos de ellos decidieron convertir su indignación en amor, así fue que convocaron a la primera edición del Besatón.
Según sus organizadores, se trata de “un intercambio lúdico-político de movilización, que invita al beso para exaltar el valor del ejercicio libre de la sexualidad y el derecho a una vida libre de violencia; entendiendo como violencia las actitudes homofóbicas, machistas, racistas y sexistas, entre otras”.
Justo después de esa afirmación, se hacen una pregunta: “¿Qué hace de un beso público una especie de transgresión en nuestra sociedad?”. Antes de que algún experto en conservadurismo tratara de respondérsela, ellos prefirieron tomar el Parque Independencia y, para rendirle homenaje a su nombre, declararse en apasionada rebeldía.
Decenas de dominicanos, de todos los colores, sexos y edades acudieron al llamado. Al compás de las consignas más amorosas que se puedan oír, se empezaron a dar besos con ardor o cariño, besos de amistad o besos de solidaridad, besos de extrañeza y hasta besos por azar. Conjugados con todos los verbos y tiempos posibles, los besos se sucedieron sin parar.
Una de las escenas más inolvidables de la historia del cine, es esa de Cinema Paradiso donde se proyectan en una pantalla todos los besos que la censura más irracional le había cortado a las película. Durante décadas, el cura del pueblo había logrado arrancarle el momento cumbre del amor a todos los filmes que vieron sus feligreses.
Abrazo tras abrazo, beso a beso, se arma una secuencia que construye, como un rompecabezas, el mensaje final de Giuseppe Tornatore. El Besatón 2013 es también eso, un mensaje de los dominicanos que prefieren la tolerancia a la represión insensata y fundamentalista. Un gesto de amor en respuesta al lado más absurdo de la violencia.
En los últimos años, muchos delitos reales (desde desfalcos al Estado hasta violaciones flagrantes de la Ley) han quedado impunes. Las autoridades se han hecho de la vista gorda o han mirado para otra parte. Tanta fue la impunidad, que la sociedad reaccionó con un amplio movimiento de protestas.
Los besos en público, en cambio, aun sin estar prohibidos por la Constitución, generan una respuesta inmediata y enérgica de las autoridades. ¿A qué se debe esto, cuál es el origen de semejante perversión? Antes que ponerse a responder esas incómodas preguntas, los organizadores del Besatón 2013 prefirieron acudir al afecto.
“La gente está invitada a besar a otras personas que esté de acuerdo, porque sí, o por algún motivo específico. Estaremos desde las tres de la tarde en la Puerta del Conde repartiendo besos y abrazos. Desde ahí partiremos hacia una caminata amorosa por la calle El Conde, y en el transcurso de la misma, habrá interpretaciones artísticas. Al final tendremos algunas sorpresas”, decían en la convocatoria.
Dominicanos como esos se necesitan para construir un país donde robar sea un delito y besarse no sea una condena.

14 abril 2013

Hilos invisibles

A través de los mismos hilos invisibles que ayudaron a Antonio Gramsci a sacar sus escritos de la cárcel, me llegó este mensaje de una celda de castigo en La Habana, Cuba:

"Al fogonero Camilo Venegas
El amor no se entrega mientras
quede aliento. El dolor y la
injusticia me multiplican.
Y amanezco feliz".
                     Ángel Santiesteban

11 abril 2013

Cuando los gordos hacen huelga de hambre


En Clandestinos (Fernando Pérez, 1988), una de las películas cubanas que prefiero, hay un momento que me gusta mucho. Es casi al principio. Decenas de jóvenes revolucionarios, que permanecen presos en una cárcel de la dictadura de Fulgencio, deciden declararse en huelga de hambre.
Uno de ellos, que es gordo y fue interpretado por Amado del Pino, se está dando una ducha cuando se toma la decisión. Con la cabeza aún enjabonada, mira a la cámara y levanta su dedo índice: “Oye, no, huelga de hambre no, mejor suicidio”, dice.
Luego, cuando los que fueron seleccionados para hacer la huelga son trasladados con sus colchonetas para otro pabellón, el gordo trata de colarse. El líder del grupo (Luis Alberto García) lo persuade y le dice que no podrá resistir: “Mira, tengo esto pa’ aguantar —responde el Gordo y le enseña su enorme barriga—; tengo más que tú”.
Un corte mete al espectador en la noche oscura de la galera. Todos están acostados y hambrientos. El Gordo trata de bromear con sus compañeros y acaba pronunciando uno de los parlamentos más deliciosos de la historia del cine cubano:
—Pino, Pinito, ¿qué tú haces ahora, mi hermano, si se aparece la vieja por ahí con un platico o dos… es más, con un cubo de potaje? —Dice saboreándose— Un potajito con huesito, rico. Mamita, tírame un cubo de potaje, pa’ que alcance pa’ todos. Pa’ embarrarnos, así, la boquita. ¿Ustedes no se embarran cuando comen? ¡Ah, el que no se embarra no goza!
—Gordo, cállate, por tu madre —le dice un compañero.
—¡Qué rico es embarrarse, compadre! —Sigue el Gordo—. Yo desde chiquito me embarro hasta la frente. Yo si que soy un comelón, comelón y como y sigo comiendo.
—¡Gordo, no jodas más, coño!
—¡Yo jodo y como! —Insiste— ¡Aquí al principio yo soñaba con mujeres, pero ahora sueño con tamales…!
Primero le tiran un zapato. Luego, el líder del grupo va y amenaza con matarlo si sigue hablando de comida. A Ángel Santiesteban le encanta esa escena. Delante de mí, en aquellas interminables noches de licores y habanas, la recreó infinidad de veces.
Entonces, a ninguno de los dos nos pasaba por la cabeza que un día, en las mazmorras de  la dictadura de Fidel y Raúl, él también se declararía en huelga de hambre. Esta noche Angelito, con toda seguridad, va a recordar la escena del cubo de frijoles.

No entiendo en qué momento dejamos de ser eternos


Nunca fui amigo de Bertico porque lo era de su hermano Gabi. Aunque se quería muchísimo, eran como Abel y Caín, pero sin el odio a muerte. Porque cuando se tiene menos de 20 años en un pueblo de provincia, se es bueno, infalible y eterno.
Cuando coincidíamos tratábamos de ser cordiales. Nos saludábamos con ese “heeeeeyyy” que decimos los guajiros como si lleváramos un eco por dentro. Ni siquiera recuerdo que compartiéramos un ron, que en el Paradero de Camarones es el punto de partida de la camaradería.
Yo ya militaba al bando de Gabi, eso impedía la cercanía que tuvieron con él otros amigos comunes. Hace dos años, cuando volví al Paradero de Camarones, le pedí a Diana que me acompañara a casa de mi maestra Estrella. Detesto dar pésames, pero esta vez quería hacerlo.
—Gabi y él eran como hermanos —le dijo a mi compañera, tratando de evitar mi mirada todo el tiempo. Al parecer no quería que alguna lágrima empañara mi regreso.
Cuando ya nos íbamos, llegó Bertico. Fue el primer y último abrazo que nos dimos.
—Qué pasa, compay —me dijo.
—Qué pasa, compay —le respondí.
Ya en Santo Domingo, cuando le conté todo aquello a mi madre, profirió uno de sus suspiros: “Al menos le queda ese hijo a la pobre Estrella —dijo compungida— ¡Tú sabes lo que es perder al esposo y a un hijo!” (Mi madre tenía razón, cuando Gabi y Bertico eran niños, su padre fue víctima de una resaca y cayó desde lo alto del central Espartaco).
Uno era la negación del otro hasta que la cirrosis los hizo coincidir en las muertes. Cuando compartíamos los peores rones y oíamos las más trágicas canciones, algo nos hacía creer que éramos eternos. ¿Qué hizo que las cosas cambiaran, en qué punto cambió todo?
Encarnaban el mito de Abel y Caín en un pueblo donde no hay espacio para una simbología tan grande.

09 abril 2013

Un cicatriz en el asfalto


Lo único que queda es una cicatriz en el asfalto. Solo los más viejos saben a qué se debe. Para los que nacieron después, les es difícil suponer que ese rastro, que atraviesa a la calle principal de El Cristo, es el antiguo trazado del Ferrocarril Central. Lo que ahora es una esquina cualquiera, igual de destruida que las demás, hace más de 30 años era peligroso cruce a nivel.
Cuando conocí a Diana y le dije que había pasado toda mi infancia en una estación de trenes, me hizo una historia que siempre la pone melancólica y a veces la hace llorar. Una tarde, mientras caminaba por su padre por la Zona Colonial de Santo Domingo, se quedó paralizada. “¡Aquí huele a Cuba! —dijo tratando de descubrir de dónde salía aquella rara esencia.
Estaban justo al lado de un poste del tendido eléctrico, de esos que embadurnan con alquitrán. El único olor que recordaba de los cinco años que vivió en su patria era el de los travesaños del ferrocarril. Todos los días, cuando salía del colegio, pasaba del brazo de su madre por el crucero de la calle principal de El Cristo.
No recuerda ningún tren que no sea el del viaje final a La Habana. Es muy probable que viera pasar muchos, pero todos se le fueron de su cabeza. Como se le extraviaron también muchas otras cosas que ahora solo intuye cuando sus padres hablan de aquella época.
Más de una vez la he visto en Google Earth, buscando el lugar exacto. Lo único que queda es una cicatriz en el asfalto. Pero ese rastro, que solo los más viejos saben a qué se debe, le enseñó el camino de regreso, la hizo volver al lugar del que se la llevaron cuando solo tenía cinco años  y su nostalgia aún estaba sin estrenar.

08 abril 2013

La roña


Fidel Sendagorta, un diplomático español que estuvo destacado en La Habana a principios de los años 90, me regaló mi primer ejemplar de Mea Cuba, el libro donde Guillermo Cabrera Infante reunió gran parte de lo que había dicho sobre su país en innumerables publicaciones periódicas.
—El libro es muy bueno —me dijo un día Cintio Vitier—, pero está escrito con demasiada roña.
En el momento en que oí la frase, yo solo había visto a Cuba desde adentro. Mi primer viaje al mundo exterior se produjo en el verano de 1993. El propio Cintio y su esposa, Fina García Marruz, fueron mis compañeros de viaje. Volví a La Habana dos semanas después, no tuve tiempo para entender nada.
Fue en República Dominicana, donde vivo desde el año 2000, que por fin pude tener una idea mucho más exacta de la tragedia cubana, de ese medio siglo donde mi país abandonó la órbita del mundo y se aisló de una manera criminal (y no me refiero al embargo norteamericano, que tiene mucho menos culpa en eso que la revolución).
Eso también me explicó la conducta de Guillermo Cabrera Infante. Cuando los años empiezan a caerte encima, cuando la vejez amenaza con darte alcance y las ausencias se postergan, una y otra vez, la mayoría de los sentimientos comienzan a ser reemplazados por una dolorosa impotencia.
Cada día que pasa Mea Cuba cobra más vigencia, lástima que ya no pueda hablar con Cintio de eso. Me gustaría hacerlo, aunque le diera mucha roña.