28 diciembre 2013

Oscarito Valdés

Oscarito Valdés es el tercero de arriba, de izquierda a derecha, el que tiene los ojos cerrados.
Corría una época donde había muchísima esperanza y tiempo de sobra. Cantábamos a coro consignas rebeldes o inquisitorias. Éramos los briosos pinos que la historia, en su momento, convertiría en hombres nuevos. Como música de fondo de todo eso, encima de unas tarimas hechas para la ocasión, el estruendo de Afrocuba acompañaba a Silvio Rodríguez.
Me recuerdo en muchos lugares viviendo el mismo momento: en El Cajón de Cienfuegos, la hierba de Cubanacán, la escalinata de la Universidad de La Habana, el teatro Karl Marx, la Plaza de la Revolución… Uno de los momentos de euforia de cada uno de esos conciertos estaba marcado por los solos de batería de Oscarito Valdés.
A veces, cuando saco a Laika por las tardes, me encuentro con Julián Fernández. El talentosísimo músico cubano es mi vecino en Santo Domingo. Solemos decir que pertenecemos al mismo CDR. Aunque no hacemos ‘guardia’, igual nos reunimos en medio de la calle a ‘hablar mierda’.
Ayer la conversación empezó por el solo de Phil Woods en la canción de Billy Joel y acabó, ya no sabría decir cómo, en Oscarito Valdés. Fue así que supe que el brillante percusionista había muerto. Julián, que tocó junto a él en Diákara, me contó muchas anécdotas que compartieron durante una gira con Silvio por América Latina.
—Oscarito dejaba con la boca abierta a todo el mundo —resumió Julián—, incluso a los grandes bateristas ‘yumas’ que lo vieron tocar.
Hoy me puse a ver viejos videos de Afrocuba y Diákara en YouTube. En todos la batería de Oscarito Valdés retumba. Su redoble ahora suena vacío, como si la nostalgia fuera hueca como un tambor. Corre una época de muy poca esperanza y el tiempo apenas alcanza. Sin embargo, a los 28 días de mes de diciembre de 2013, decidí acopiar toda la inocencia que me queda adentro.
Soy un hombre viejo y sin bríos, pero el redoble de Oscarito me sigue movilizando igual. Será porque me recuerdo en tantos lugares viviendo el mismo momento.

La cabaña de Thoreau

Réplica de la cabaña que Henry David Thoreau se construyó en Walden.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Mi hija nos trajo un regalo de Madrid. Aunque en apariencia es un libro, en verdad puso en nuestras manos una convicción. De todos los regalos que me ha hecho Ana Rosario en sus 20 años (además de sus logros como estudiante, que me llenan de orgullo y felicidad), este es el que más me ha gustado.
El libro se llama Walden, la vida en los bosques y su autor es Henry David Thoreau. La primera vez que lo leí, tenía más o menos la misma edad que ella ahora. Por eso disfruté tanto oírla hablar con pasión de “anti esclavismo”, “derechos civiles”, “desobediencia”, “contemplación de la vida silvestre” y “pereza”.
Ana Rosario se esmeró tanto en demostrar el valor de su obsequio, que abandoné lo que estaba leyendo y regresé a Walden. 20 años después de la primera lectura, ni el libro ni yo somos los mismos. La primera vez que lo leí aún era estudiante, ahora soy un hombre más viejo que su autor.
Antes de tocar el primer párrafo, abrí Google Map y busqué Walden Pond, en Concord. En ese bosque de Massachusetts, justo a la orilla del lago, Henry David Thoreau se construyó una pequeña cabaña en la que vivió por dos años, dos meses y dos días. Corría el año 1845.
El escritor se había propuesto varias cosas. Por un lado, demostrar que la verdadera vida del hombre es la vida en la naturaleza. Solo así puede librarse de las esclavitudes de la sociedad industrial. Por otro, comprender a la naturaleza y aprender a interactuar con ella, respetando sus reglas y obteniendo sus recompensas.
“Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales (…). Quería vivir profundamente y extraer todo lo maduro como para infligir una derrota a lo que no es vida; guadañar un ancho espacio a ras del suelo”, dice Thoreau.
Al principio les advertí que mi hija no nos regaló un libro, sino una convicción. Releyendo Walden, he decidido construirme mi propia cabaña. La mía no podrá ser localizada en Google Map, ni tendrá un solo clavo. Será intangible. Tanto su estructura con el bosque que habrá a su alrededor serán imaginarios e irán conmigo por donde quiera que vaya.
Ya es imposible librarse de la vida moderna. Soy cubano y sé lo que cuestan el aislamiento y el autoaislamiento. Pero también conviene no dejarse arrastrar por esa epidemia de banalidad que se ha extendido por todas partes.
Mi cabaña será aún mas pequeña que la que se construyó el autor de La desobediencia civil. En ese refugio mantendré lo que de verdad me importa, esas esencias que me permiten disfrutar de cosas tan simples como un atardecer en el Morro de Montecristi o la algarabía de un montón de ciguas palmeras alrededor de su nido.
“No existió ningún norteamericano más auténtico que Thoreau”, dijo una vez Emerson. Y tenía razón, se trató de un personaje que siempre despreció las formalidades burguesas, la frivolidad de las normas sociales y las petulancias de los intelectuales. Prefería llevar una vida simple y lo más honesta posible. Esa actitud suya lo llevó a convertirse en un desobediente y en la gran inspiración de Tolstói, Gandhi y Luther King.
En los tiempos que corren tener una opinión propia y sostenerla es ya todo un acto de rebeldía. Justo por eso cambiamos a María de colegio hace un año. No queríamos una niña instruida para comportarse en la sociedad dominicana, sino una mujer formada para aportar algo en cualquier cultura del mundo.
Su nuevo colegio ha sido su cabaña de Thoreau. Allí adentro, junto a niños de diferentes condiciones, es libre y aprende la gran responsabilidad que eso significa. Diana también se está construyendo su cabaña. Aunque está muy cerca de la mía, es totalmente independiente. A veces ni siquiera permanecemos en el mismo bosque.
Y tú, si todavía vives alquilado, te recomiendo esta sencillísima manera de tener una casa. No precisa de un préstamo, ni siquiera de un inicial. Sus paredes son invisibles y dentro no hacen falta muebles, porque el mundo interior, la sensibilidad y las convicciones se adaptan a cualquier espacio.
Si no sabes cómo, pregúntale a Thoreau. Él nos enseñó a nosotros. Con toda seguridad a ti también te sabrá decir.  

14 diciembre 2013

Regálate una gran capacidad de asombro

Foto de Daniel Mordzinski.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos. No encuentro nada mejor para ilustrar este post que la más reciente foto que mi querido Daniel Mordzinski le ha hecho al Gabo)

Uno de los más grandes homenajes que se le han hecho a la capacidad de asombro sucede en un páramo imaginario de Aracataca. Fue en una tarde remota de Macondo, cuando el abuelo de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo.
En un lugar donde las mujeres volaban o comían tierra, donde llovía por décadas y la soledad llegaba a tener el mismo tamaño de un siglo, algo tan sencillo como el agua congelada, hecha una piedra, fue lo que más asombró a un niño que luego sería coronel y protagonista de una novela inolvidable.
La vida moderna ha pervertido nuestra capacidad de asombro. El lugar de Melquiades —aquel “gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión”, que iba por los llanos enseñando el poder de un imán o unos catalejos—, lo han ocupado los mercadólogos.
Cuando José Arcadio Buendía creyó que aquel imán, “la octava maravilla de de los sabios alquimistas de Macedonia”, le serviría para sacar al oro de las entrañas de la tierra, Melquiades fue rotundamente honesto: “Para eso no sirve”. Los mercadólogos actuales, en cambio, siempre andan convenciéndonos de que compremos todo lo que no necesitamos.
Es así que nos hacen cargar con toda clase de inutilidades y andar por el mundo con un equipaje absurdamente abultado. Al paso que vamos, los centros comerciales van a lograr que siempre sea Navidad. La han adelantado tanto, que ya los bombillitos se les prenden en octubre.
Se ha pervertido tanto la esencia de la Navidad, que el Alcalde de Santo Domingo, ese comediante que no se cansa de hacernos bromas de mal gusto, ha encendido más luces que nunca en una ciudad donde sus ciudadanos sufren apagones el año entero. Para celebrar el nacimiento del hombre más austero que ha pasado por la Tierra, Roberto Salcedo comete un grotesco acto de derroche.
En varias partes de la ciudad, en cada torre y plaza pública se reproduce el  nacimiento de Jesús de Nazaret. Cuenta la historia que sus padres no encontraron una sola habitación libre en todas las posadas de Belén. Por eso María tuvo que dar a luz en un establo, rodeada de animales de corral.
La pompas, las fanfarrias y la soberbia ridiculez con que se representa esa humildísima escena, revelan la verdadera naturaleza de ese callejón sin salida que es el consumismo salvaje, esa necesidad compulsiva de ostentar lo que tenemos, lo que no tenemos y lo que no deberíamos tener.
Prueba, en esta Navidad, a no hacerle caso a todos esos que te convidan a gastar en futilidades y simplezas. Regálate una gran capacidad de asombro. Recupera ese sentimiento inexplicable que de niño te hacía abrir la boca de una manera inconsciente, cuando encontrabas algo muy sencillo que te estremecía por dentro.
Todo lo que nos rodea, estemos donde estemos, está lleno de cosas que merecen nuestras admiración. La inmensa mayoría de ellas no cuestan nada. Para adquirirlas basta con tener un chin de sensibilidad. En lugar de “adornar” tanto, reconozcamos los adornos que, de manera natural, nos acompañan todos los días.
El coronel Aureliano Buendía tuvo la vida más novelesca que uno se pueda imaginar. Sin embargo, cuando estaba frente al pelotón de fusilamiento, en el que debía ser el último instante de su existencia, se lo dedicó a recordar uno de los momentos más sencillos y humildes, el día que su abuelo lo llevó a conocer el hielo.
A todos nosotros nos pasó eso. De una manera o de otra, vivimos miles de experiencias dignas de un personaje de Gabriel García Márquez, solo que no hemos tenido la capacidad de asombro suficiente para darnos cuenta. Regálate eso, es gratis, asómbrate, solo asómbrate.

05 diciembre 2013

Yo dormí una noche con Esther Borja

Casi todas las noches de mi infancia las pasé en un sillón de majagua, entre mi abuelo Aurelio y mi abuela Atlántida. Junto a ellos veía los programas de televisión que más les gustaban. Había uno, Álbum de Cuba, que esperaban con especial ansia.
Era conducido por Esther Borja, una de las más grandes cantantes cubanas del siglo XX. Acompañada por un piano, vestida como si fuera la noche más importante de su vida y no un jueves cualquiera, la soprano interpretaba a Gonzalo Roig, Rodrigo Prats y, sobre todo, Ernesto Lecuona.
Recuerdo que a veces, cuando Esther cantaba, a mi abuela le corrían las lágrimas. Aún así, con el rabo del ojo, vigilaba a mi abuelo. Era obvio que en el fondo sentía celos de aquella mujer que, en una época de desparpajo proletario, defendía con ahínco lo más fastuoso de la República.
Muchos años después, cuando mis abuelos ya habían muerto, me invitaron a participar en un jurado del que ella y Cuca Rivero —la Profesora Invisible—también formaban parte. Me estremecieron su sencillez y su naturalidad, también su agudeza. Para sorpresa nuestra, los organizadores del evento nos dieron la misma habitación a los tres.
Era una suite a orillas de la bahía de Cienfuegos. Hablamos muchísimo de muchas cosas. Me pidieron que las acompañara al bar. Ellas se tomaron una limonada y yo un añejo doble a las rocas. Aunque cada quien tenía su cuarto dentro de aquella espaciosa morada, no miento si les digo que dormí una noche con Esther Borja.
Hoy la Damisela Encantadora cumple cien años. Me gustaría volverla a llevar del brazo hasta un bar, para que brindemos por ella y por la Cuba que ha defendido con tanta pasión. ¡Felicidades, bella cubana!

04 diciembre 2013

Art Garfunkel estaba cantando

Foto del Álbum de Graduación de Diana Sarlabous Sosa.
Art Garfunkel estaba cantando, 
creo que “New York”,
y la noche se había quedado vacía.
La ciudad, insalubre, casi a oscuras,
no ofrecía nada
en lo que valiera la pena reparar.

Fue entonces que se abrió
una ventana
y apareció tu imagen.
Tus ojos azules alumbraron
la página en blanco.
Dije tu nombre en voz alta
y pronuncié mal tu apellido.

No recuerdo muchos más detalles.
Aquella ciudad a oscuras,
indeseable,
no ofrecía ni una sola cosa
que valiera la pena acaparar.

Todo lo demás 
lo hemos visto pasar juntos.
Mi vida empezó esa noche,
cuando apareció tu rostro
y me pediste que escribiera 
algo sobre la estación de tu pueblo.
Art Garfunkel estaba cantando,
estoy casi seguro de que era “New York”.

Justo, mi Cinema Paradiso


El cine Justo, del Paradero de Camarones, en la actualidad.

No es un edificio tan elegante como el de la película de Giuseppe Tornatore. La luz que proyectaba las películas no salía radiante por la boca de un león, era difusa y no se adaptaba al cinemascope. Aún así fue el paraíso de mi infancia, el lugar donde conocí a los héroes y villanos que sigo prefiriendo.
Aradioly Santana, una muchacha de mi pueblo que estudia dramaturgia, me hizo llegar esta fotografía. Así es el Cine Justo ahora. A simple vista muy pocas cosas han cambiado él. Apenas le faltan cinco elementos: el nombre en la fachada, la cartelera, Efraín —el proyeccionista— en la ventana, Evangelina en la taquilla y Chena —su antiguo dueño— linterna en mano. 
Lo demás lo disponía la noche del Paradero de Camarones. Aunque la consigna que le han pintado promete una victoria, la derrota es ya un hecho. El Justo se ha apagado para siempre. Alain Delon no volverá a rasgar una Z en su pantalla. Buster Keaton no regresará en su locomotora. Ningún tiburón abrirá sus fauces sobre un mar de sangre para que gritemos como locos…
Nunca más veremos a Chena atravesando el pueblo con una carretilla llena de latas de películas. Su promesa de que “esta es rusa y de guerra, ¡pero está bárbara!”, jamás será cumplida. La única batalla que resta por librarse dentro del Cine Justo es la del olvido.
Cada vez que el edificio de Giuseppe Tornatore se derrumba, todos nosotros volvemos a llorar. Su eternidad parece garantizada. El Cine Justo, en cambio, caerá una sola vez y sus escombros serán solo eso: escombros. A partir de ese día, algo dentro de mí será ya irreparable.

21 noviembre 2013

Carlos Peña


Encontré esta foto en las galerías de un grupo de Facebook. Son los nacidos en Cruces (el municipio al que pertenece el Paradero de Camarones), que han logrado mantenerse en contacto aun cuando están desperdigados por medio mundo.
La imagen pertenece a Alina Pérez de Armas, quien también procede de una familia de ferroviarios. Está hecha en el andén de la estación. Todo parece indicar que en una de esas horas en que el Mixto (un tren que circulaba entre Cumanayagua, Mataguá y Santo Domingo) permanecía en Cruces.
Lo digo porque casi todos los que aparecen en la foto eran parte de la tripulación de ese tren. Aunque sus caras me son demasiado familiares, ya he olvidado sus nombres. Solo recuerdo el de Carlos Peña, que es el segundo de izquierda a derecha.
Me cuenta mi madre que él y mi abuelo tuvieron una enorme discusión. Solo la hermandad que había entre los ferroviarios evitó que fueran más allá de las palabras. Cuando tuve uso de razón, ya eran grandes amigos de nuevo. Y me tocó disfrutar de la confraternidad entre un maquinista y un jefe de estación.
Carlos Peña no sabía reírse si no era con una carcajada. Así lo recuerdo. Con medio cuerpo afuera de la locomotora. Mientras el Mixto retrocedía, para internarse por el ramal Camanayagua, él me saludaba con los brazos abiertos: “¡Camilitooo!”. Entonces yo alardeaba soberbio entre mis amigos.
No bateaba más que El Chiqui, ni fildeaba mejor que Norberto, ni corría las bases más rápido que El Venao; pero a ninguno de ellos el maquinista del tren Mixto les decía adiós ni gritaba su nombre. Dos veces al día, en el andén de Camarones, Carlos Peña me hacía sentir un ser superior.
Se murió sin que le pudiera dar las gracias por eso.

20 noviembre 2013

Romerillo

Desde ayer tengo una gripe terrible y mucha fiebre. Hoy no me pude levantar. Los brazos me pesaban tanto, que si se desarmaran por piezas me los habría quitado. Es ese tipo de malestar que inhabilita todos los sentidos. El café de la mañana huele mal, el agua sabe fatal y hasta las canciones más hermosas se vuelven un ruido insoportable.
Diana se fue de casa antes de que dieran las ocho. Desde entonces estoy solo, tapado hasta la cabeza aunque afuera hay 30º. Intenté hacer algunos de los trabajos atrasados, pero no podía redactar una oración con sentido. Traté de leer algo, pero el libro de Murakami se volvió un terremoto en mi cabeza.
Fue entonces que tuve un raro deja vu. Algo en la luz de la habitación se combinó con el aire que entraba por el balcón y los sonidos que se producían en la calle. En vez de Santo Domingo, en 2013, me pareció estar por lo menos 30 años atrás, todavía en el Paradero de Camarones.
De ser cierto, mi abuela Atlántida ya hubiera venido a tocarme la frente. “Estás volado en fiebre, niño”, habría dicho. Muy despacio, su mano arrugada pasaría por toda mi cabeza, como si ese solo gesto fuera capaz de curarme.
“Ahora sí te tienes que tomar el cocimiento”, diría con tono amenazante. Y es ahí donde me pondría hojas de salvia en los pies y me haría beber una pócima de romerillos y miel de abejas. Me mantuve tapado hasta la cabeza aunque afuera hay 30º. No quise asomarme y descubrir que Atlántida no estaba ahí.

16 noviembre 2013

Aytí

Foto de Vianco Martínez que aparece en la portada del libro Itinerario (2003).
Vivo en la isla de Aytí,
una pequeña porción de tierra

hecha de montañas y abismos
que está habitada por aves de paso.
Queda dentro de un pequeño mar,
en uno de los más pequeños planetas
de una galaxia 
que luce demasiado pequeña
cuando se mira el mapa del Universo.

Parado en una esquina de la ciudad,
sin documentos
ni nada
que me identifique
como un habitante de la isla de Aytí,
soy un agujero negro,
un pequeño vacío que se irá tragando
a la isla, al mar, al planeta
y a la galaxia
que luce demasiado pequeña
cuando se mira el mapa del Universo.

Los hijos de Emilio Salgari

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Tuve la fortuna de tener como abuelo a un lector empedernido. Aurelio Yero Alonso era el jefe de estación del Paradero de Camarones, un brevísimo pueblo perdido en un mar de cañaverales, allá por la región central de Cuba. Cuando los teléfonos no sonaban, eso quería decir que no venían trenes. Casi todo aquel tiempo de ocio, era invertido en leer.
Así fue que, siendo yo aún muy niño, puso en mis manos un manoseado libro con los versos de José María Heredia, todo lo que encontró de José Martí y decenas de novelas de dos escritores que me cambiaron la vida, porque llenaron de las fantasías más estrambóticas el reducido universo de aquel pueblo donde todos siempre iban de paso.
Emilio Salgari y Julio Verne todavía me ayudan a combatir la abulia. Hace mucho que no los releo, pero sus personajes nunca me dejan solo. Conviví tanto con ellos que jamás he podido prescindir de su compañía. El capitán Nemo, Sandokán, Phileas Fogg, el Corsario Negro, Miguel Ardan, Barbicane y Nicholl.
Todos ellos, lo mismo en el mar que en el cosmos, a bordo de un submarino o un barco pirata, en la mar Caribe o en las islas de la Malasia, me enseñaron a luchar siempre del lado del bien. Soy cobarde, nunca he tirado un tiro, ni siquiera he llegado a tocar un arma de fuego (eso se lo prometí a mi abuelo de niño), pero al menos desde la imaginación he librado más de mil batallas.
Salgari y Verne me enseñaron otra cosa muy importante. Por lejos y ajenos que parecieran los lugares, la distancia nunca podía ser una excusa para ignorarlos. Emilio Salgari jamás estuvo en el Caribe, sin embargo, nadie pudo escribir con más pasión que él lo que fue este mar en la época de los corsarios y los piratas.
Cuando Verne escribió “20 mil leguas de viaje submarino” y “De la Tierra a la Luna”, era más que improbable navegar por debajo del agua o salir disparado hacia el espacio sideral a bordo de un cohete. Eso no lo detuvo, todo lo contrario. Su literatura acabó convirtiéndose en una decisiva fuente de inspiración para los científicos que sí hicieron posible la mayoría de las cosas que él se había imaginado.
Cuando me fui haciendo mayor, mi abuelo comenzó a prestarme otros libros. Algunos de aquellos ejemplares aún los conservo y los cuido con el mismo celo que él. Así fue que Thomas Mann me trocó la cabeza. En esa novela, que el alemán escribió en escenarios de la India, comprendí el conflicto que puede surgir entre la vida y el arte o la inteligencia.
En el año 2000, mientras preparaba las maletas para un viaje solo de ida a Santo Domingo, me leí “La fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa. Creo que ningún otro libro me hubiera explicado mejor lo que fue la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo y sus consecuencias en la sociedad y las identidades de República Dominicana.
Luego, ya de este lado del Paso de los Vientos, me leí dos libros de Edwidge Danticat. “Cric, crac” y “Cosecha de huesos” fueron mis primeras lecturas en el exilio. Además de los indiscutibles valores que tienen ambas obras, la circunstancia en la que los leí me hizo desarrollar un especial apego por esos libros.
Releyendo los cuentos de Juan Bosch y de Virgilio Díaz Grullón, seguí entendiendo lo que nadie me podía explicar, ese subsuelo que jamás se encontrará por más que se escarbe. Aún así, siempre sentí que me faltaba un personaje, alguien que me revelara el resultado de tantos accidentes históricos.
Ese tipo fue Oscar Wao. Gracias al personaje de Junot Díaz acabé de comprender lo que ni siquiera yo, después de 10 años de permanencia aquí, dilucidaba. Como pueden ver, le debo mucho a escritores que hablan de “lo que no saben” y que meten las narices donde nadie los ha convocado.
Esos intrusos en el polvo me enseñaron a formar parte de una generación que, en honor a mi abuelo Aurelio, aquel viejo ferroviario que me convirtió en un lector empedernido, quiero llamar “Los Hijos de Emilio Salgari”. Eso, solo eso.

13 noviembre 2013

Teresita

Mientras fui niño, ella era la voz de algunas de las canciones más bellas que había oído. Su guitarra eran parte del sonido que nos acompañaba por las tardes, a  la hora en que los sueños  sucedían dentro de una pequeña pantalla en blanco y negro.
Ya estudiaba en la Escuela Nacional de Arte (ENA), cuando Salvador Lemis me propuso ir a conocerla al Parque Lenin. Eran los primeros años de los 80 y, con toda seguridad, una mañana de domingo. Cuando llegamos a la especie de gruta donde ocurría su Peña, ella estaba enfundada en un poncho y cantaba una canción muy triste.
No fue hasta entonces que entendí el gran privilegio que había tenido. Las dos primeras canciones que me aprendí en mi vida, “El brujito de Gulubú” y “El gatico Vinagrito”, eran obras de dos seres que admiraría por el resto de mi vida: María Elena Walsh y Teresita Fernández.
Tuve tan buena fortuna, que conocí a Teresita y conversé muchas veces con ella. Cada vez que nos encontrábamos, yo trataba de hablar lo menos posible. Siempre prefería escucharla proferir historias, poemas y canciones. Wichy García Fuentes* fue quien me dio la noticia de su muerte. Lo hizo con una hermosa frase de despedida en Facebook.
Aunque puse que me gustaba, en verdad quería decir que me dolía. Mi hija Ana Rosario, que ya tiene 20 años, me escribió desde Madrid, Acaba de advertir que se sabía muchas de sus canciones. A María, que solo tiene 7 años, no le dijimos nada. Solo le volvimos a poner una de sus rondas para que la siguiera tarareando.
Alguien que es cantado por los niños no puede estar muerto. Por eso Teresita aún vive. Gracias a su música, ella y nosotros seguimos siendo parte de aquel sueño que llegó a parecernos realidad. Recuerdo que sucedía en blanco y negro, dentro de una pequeña pantalla.

*Post de Wichy García Fuentes en su muro de Facebook: 
"Ha muerto Teresita Fernández. Se fue la señora de los gatos y los perros, la abuela de todos los niños cubanos de cualquier edad, la voz que nos cantó mientras crecíamos, la dueña de 'Vinagrito', 'El ratoncito del farol', 'Tin tin, la lluvia cayó', 'Vicaria la lechucita' y esa joya de todos los tiempos, 'Lo feo'. Teresita, en una palangana vieja sembraremos violetas para ti".

07 noviembre 2013

El espacio en blanco


Me tomó muchos años entender que las cosas no eran para siempre. Nací en un pequeñísimo pueblo de provincia donde las casas, los árboles, la gente y hasta los objetos más simples parecían haber estado ahí por siempre. A eso hay que sumarle algo: el temor a lo irremplazable.
Era tanta la escasez, que no había forma de sustituir lo que se rompía. Mi abuela Atlántida fregaba su vajilla con tanto cuidado, que nuestros platos, en 1980, eran los que siempre hubo en la casa, desde principios de los años 50... ¿O eran los sin cuenta?
Los vagones del mixto de Cumanayagua fueron también los mismos durante toda infancia. Cada tres o cuatro años, una locomotora se los llevaba en un tren de escombros para el taller de Caibarién. Dos semanas después regresaban pintaditos, solo los agonizantes chirridos denunciaban su antigüedad.
Las cosas tenían que recomponerse porque nada podía sustituirse. Aún vivo dentro de esa cultura, no logro zafarme de ella. Reparo, reconstruyo, rehago, remiendo… Todo parece indicar que a la administración de este hotel habanero le sucede lo mismo.
Conscientes de que hay cosas que parecen para siempre, se han limitado a dejar el espacio en blanco. Alguien debe ocuparse de llevar la cuenta y rellenarlo una vez al año...¿O es la sin cuenta?

05 noviembre 2013

Carta abierta a Adriano Miguel Tejada, director de Diario Libre

Santo Domingo, 5 de noviembre de 2013

Sr. Adriano Miguel Tejada
Director
Diario Libre

Estimado Adriano Miguel:

Con asombro, con vergonzoso asombro, he leído hoy en Diario Libre la columna De Buena Tinta. Además de su tono racista y discriminatorio, que es inaceptable, me llama poderosamente la atención que sea parte de la línea editorial del periódico.
Al descalificar y menospreciar a Julia Álvarez, Junot Díaz y Edwidge Danticat, por su posición frente a la Sentencia del Tribunal Constitucional dominicano, De Buena Tinta está desconociendo a los autores de tres de las obras más importantes que se han escrito sobre esta Isla en las últimas décadas.
No sé quién perpetró esa columna, pero con toda seguridad los fundadores de Diario Libre se sentirán avergonzados de él. Nada más alejado de la vocación incluyente y multicultural que los impulsó a crear el primer medio de comunicación de República Dominicana en el siglo XXI.
Fui parte de la redacción de Diario Libre y actualmente colaboro con una de las publicaciones de Omnimedia. El compromiso que eso implica me impulsa a escribirle esta carta abierta.
Sigo sintiendo orgullo por pertenecer a una experiencia que marcó un antes y un después en el periodismo dominicano. La pena que siento por el De Buena Tinta de hoy no me va a quitar eso.

Saludos cordiales,

Camilo Venegas

02 noviembre 2013

En tránsito

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos. A propósito de una criminal Sentencia del Tribunal Constitucional de República Dominicana, que despoja de su nacionalidad a miles de dominicanos descendientes de haitianos)

Celestino, desde antes del alba, se levanta cámara en mano. Cuando en Caracas se le cerraron todas las puertas, metió cada uno de sus sueños y toda su música en una maleta. Con esa carga, su mujer y su hija aterrizó en Las Américas.
Desde entonces su obra es dominicana. Cada uno de sus documentales contiene algunas de las imágenes más esperanzadoras que se puedan conseguir en este país. Sus protagonistas suelen tener rostros humildes y anónimos, aún después de saber cómo se llaman seguimos desconociéndolos.
Aunque Celestino es venezolano, ha dejando una huella en República Dominicana que ya es imprescindible. Lo mismo sucede con Fernando, un fotógrafo de Valladolid que llegó hace años y, después de una admirable trayectoria, se le hizo imposible regresar a casa.
Ya era demasiado dominicano para volver a ser español. Cada vez que me reencuentro con él tiene un proyecto aún mayor entre manos. Con la misma tenacidad que ha resguardado su obra, ha defendido su amor por este país. No es que lo exhiba, es que lo lleva con él a donde quiera que va. Orgulloso, pleno.
Marianela es cubana, pero sus convicciones y su arte son universales. Llegó a Santo Domingo cuando no pudo más con el frío de Filadelfia. Pocos meses después ya había resuelto, en una coreografía, muchas de las ecuaciones que plantea un país con tantas identidades y con una diversidad cultural tan desmesurada.
Gracias a su oficio y a su perseverancia, la gestualidad de los dominicanos ha sido admirada en importantes encuentros de grupos danzarios en el Caribe, Suramérica y Europa. Su compañía de danza contemporánea, integrada por jóvenes bailarines dominicanos que se formaron con ella, continuará llevando su arte por el mundo durante todo el 2013.
Justin es norteamericano, forma parte de un proyecto de la MacArthur Foundation y National Science Foundation, de Estados Unidos, para la preservación del hábitat de la golondrina verde en Villa Pajón, Constanza.  Con un grupo de colaboradores dominicanos ha construido cientos de nidos.
Las golondrinas verdes son incapaces de hacer sus propios nidos, dependen de las cavidades de los barrancos o los hoyos abandonados por los pájaros carpinteros. Gracias al proyecto donde trabaja Justin, República Dominicana se ha vuelto cada vez más hospitalaria con esta especie que vuela desde Norteamérica para pasar el invierno aquí.
Bienaimé es guachimán. Cuida de mi calle mientras todos dormimos. Hace 20 años que vive en República Dominicana. Cortó caña en más de 10 zafras y trabajó en la construcción de más de 15 edificios. Ahora vive en un pequeño cuarto con sus escasas pertenencías: dos pares de zapatos, tres camisas, un pantalón y un radiecito.
Todas las madrugadas, cuando paseo por mi calle con Laika, Bienaimé y yo nos saludamos. Siempre está oyendo música haitiana. Esos ritmos me impulsan antes que el primer café. Todas las noches, cuando vuelvo a pasear a Laika, Bienaimé sigue ahí, acompañado por la soledad de las canciones que salen del radiecito.
Celestino, Fernando, Marianela, Justin, Bienaimé y yo somos aves de paso, como muchos otros extranjeros que todos los días de su vida se levantan a trabajar para que República Dominicana sea un país mejor. Desconozco su estatus migratorio, solo reparo en sus intenciones.
Al final todos somos como las golondrinas verdes. Dedicamos todos nuestros esfuerzos para dar gracias por el nido que nos ofrecieron… Aunque algunos se enfrasquen en insistir que solo estamos en tránsito.

01 noviembre 2013

La quinta pared

Alejandro Aguilar permaneció en la acera con los brazos cruzados. El aire frío de la mañana habanera circulaba a sus espaldas. Cuando por fin pudo reconocer la casa, hizo una rara expresión de dolor. “Es ahí, tiene que ser ahí”, dijo sin atreverse a señalar, tratando de que su voz hiciera la parte del dedo índice.
Andábamos por la calle Calzada, en El Vedado, y de pronto advertimos que estábamos en el lugar donde había vivido Marianela Boán. El elegante caserón, construido en el amanecer de la República, había quedado desfigurado después de un largo viaje hacia la noche de la pobreza.
En ese portal, en el último año de la década del 80, una decena de espectadores esperaba a que una bailarina le abriera la puerta de su casa. Al pasar, descubría en escenario en el lugar de la sala. Era una de las funciones de La cuarta pared, la obra dirigida por Víctor Varela que significó un antes y un después en la historia del teatro cubano.
Pero ahí adentro sucedió algo aún más importante: Marianela y Alejandro descubrieron que se amaban y que pasarían el resto de sus vidas juntos. Después de varios ciclones y una terrible inundación, lograron mudarse a un apartamento con vistas al mar.
Al marcharse dejaron todos sus recuerdos colgando de las paredes. Justo por eso Alejandro no reconocía la casa. Una quinta pared, construida por la fuerza destructiva de la miseria, no le permitía ver la puerta, la ventana y el cielo demasiado raso de la barbacoa.
Nunca tendrá una tarja, es probable que el día menos pensando acabe derrumbándose. Pero no olviden que esa casa, aunque les parezca irreconocible, cambió la historia del teatro cubano y albergó a dos de los mejores amantes que ha tenido la isla.
Solo por eso merece que siga siendo lo que era, al menos en nuestra memoria.

30 octubre 2013

El muchacho espantado

Cualquiera de esos viejos
que dan pánico
pudiera ser Virgilio.
En la parada de la guagua,
en la cola
para comprar el periódico,
dentro de la panza
del último león
que aún duerme
bajo la sombra deshecha
de los árboles republicanos.

El más joven de nuestros poetas,
el pertinaz jugador de canasta,
el muchacho espantado
por el frío
y los comandantes,
el cínico,
el radical,
la calavera sin dientes
que escapó en brazos
del dramaturgo más bello.

Cualquiera de esos viejos
que dan pánico
pudiera ser Virgilio,
aquel flaco
trémulo
que en verdad solo le temía
a la idea de renacer.

Alcantarilla

Por ahí se fueron los mejores años de nuestras vidas.
Allá abajo están las sábanas límpidas
del hotel Trotcha,
donde José Martí durmió con La Habana
sin que ella supiera su verdadero nombre.
Por ahí, hasta lo más profundo,
se hundieron las banderas de papel
que empuñamos
en las fiestas patrias
y en los actos donde sacamos a relucir
lo peor de cada uno de nosotros.

Indiferentes, como monedas de escaso valor,
rodaron sortijas,
medallas,
perlas,
diamantes
y las estrellas del cielo
que Cuba tuvo en sus días de gloria.

Poco a poco la ciudad se fue desangrando
por esa hendidura en su piel.
Así fue que perdimos
libros,
candelabros,
vajillas,
manteles,
retratos de familia,
cartas de amor
y el desasosiego que siempre deja
en este lugar
la caída de la tarde.

En verdad quedaron muy pocas cosas
sobre la superficie.
Pero no hay otra alternativa.
Con ellas tenemos que empezar a levantar
el pasado,
todo ese tiempo perdido
que nos llevará de regreso
al país que se nos fue por la alcantarilla.