24 abril 2012

Capital Books se estrena con libros de Mario Dávalos y Camilo Venegas

SANTO DOMINGO. Capital Books, una nueva aventura editorial dominicana, se estrena con dos libros de cuentos de Mario Dávalos y Camilo Venegas. Según sus gestores, el proyecto permitirá llevar adelante ediciones que promuevan la creatividad y la comunicación dominicanas.
“Capital Books conectará a creadores dominicanos con los que estén dispuestos a auspiciar la difusión de sus obras. Los libros que marcan el comienzo del proyecto son los que lo inspiraron. Todo empezó porque Camilo y yo teníamos queríamos publicar nuestros inéditos”, dijo Mario Dávalos.
Todo lo que quiero es olvidar, de Mario Dávalos, y ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes?, de Camilo Venegas, serán presentados, por Freddy Ginebra y el escritor cubano Alejandro Aguilar, el próximo lunes 7 de mayo en Casa de Teatro.
Los libros de narrativa de Dávalos y Venegas tienen algo más en común. Ambas obras parten de la experiencia de los abuelos maternos de los autores para trazar un mundo imaginario, donde la ficción se mezcla con las experiencias de vida de ambos.
Moca, en República Dominicana, y Paradero de Camarones, en Cuba, se convierten en dos geografías paralelas que coinciden en un punto, el sentido de pertenencia y la identidad. Mario Dávalos y Camilo Venegas actualmente laboran en proyectos de publicidad y relaciones públicas, de ahí su interés por promover la comunicación y la creatividad entre los dominicanos.
Según los autores, las reglas del juego editorial han cambiado radicalmente y ahora son los propios creadores los que tienen que gestar sus proyectos para que alcancen a los lectores de diferentes maneras. El libro impreso, aunque para ellos es la más tradicional, todavía sigue siendo indispensable. 

23 abril 2012

Se lo debo a los tipos que aparecen en la foto

 
Cuando yo era niño mi provincia era tres veces más grande de lo que es hoy. El equipo de pelota que nos representaba era mayor en idéntica proporción. Las Villas (y antes Azucareros) resumía nuestra manera de ser, ponía en escena (y en juego) nuestros gestos y esencias.
Hace unos días compartí esta fotografía con Renay Chinea (quien carga sobre sus espaldas, allá en Cataluña, el peso del fundamentalismo villareño) y Emilio García Montiel (quien todavía recuerda aquella pelota como los griegos a su literatura clásica).
En la imagen aparecen, de izquierda a derecha, Pedro José Rodríguez, Sixto Hernández y Antonio Muñoz. Esos tres individuos, junto a Héctor Olivera, Víctor Mesa, Pedro Jova, Lourdes Gourriel y Alberto Martínez, entre otros, me enseñaron a ser cubano de una manera que los libros de historia nunca pudieron.
Cada turno al bate de Cheíto, el Señor Jonrón, y de Muñoz, el Gigante del Escambray, reafirmaba en mí algo que después entendí como sentido de pertenencia. Soy guajiro porque soy parte del mismo lugar que ellos. No puedo ser habanero porque estaría traicionando las convicciones que ellos me inculcaron.
Mañana comienzan los Play Off de la 51 Serie Nacional de Béisbol en Cuba. Por razones que tienen que ver con divisiones político-administrativas y no con la identidad de lo los fanáticos que asisten a los estadios, Las Villas participará dividido en tres: Cienfuegos, Villa Clara y Sancti Spiritus.
Yo también estaré dividido en tres a partir del primer inning del primer juego. Se lo advierto desde ahora a los que tendrán que lidiar conmigo. Es algo incontrolable que está por encima de todo. No es mi culpa, todo se lo debo a esos tipos que aparecen en la foto.

10 abril 2012

La Cofradía de los Elegidos

 
La jornada debía concluir con una lectura de poemas en la librería Books & Books. Además de compartir versos y destilaciones con Carlos Pintado, pude abrazar a entrañables amigos. Allí se demostró que a veces, solo a veces, Gardel tiene razón. 20 años parecía no haber sido casi nada.
El punto final a la lectura se lo puso la voz de Pancho Céspedes, quien lloró y cantó a capella. Luego hubo que esperar a que Eloy Ganuza terminara de trabajar en el canal de televisión. Llegamos un poco tarde. Ya José Luis Barba había empezado a cantar.
Después se sumaron Ana María (a quien no veía desde que era niña, allá en Cienfuegos, cuando ella cantaba en el Grupo Ismaelillo), Gema Correderas (quien andaba acompañada por Camila, su hija, otra mujer que yo solo conocía de niña), Lázaro Horta y Pancho.
Aunque ya estaba dentro de la casa, no acabé de llegar hasta que por fin me encontré con Eloy Ganuza. El abrazo fue muy largo y duro (todo lo duro que aprietan las zarpas de Eloy). No puedo negar que lloramos mucho, todos nos vieron. Ese acto bastó para que sobrepasáramos tanto tiempo y comenzáramos a disfrutar en tiempo presente.
La noche tuvo muchos momentos que, en boca de un animador, pudieran describirse como inolvidables. Pero si yo tuviera que elegir uno, me quedaría con una frase que dijo Eloy durante su intensa catarsis: “El país y la casa de uno es el espacio que pueda llegar a construir para compartir con los amigos”.
Eso explica el afán que él, Carlitos y Pancho tienen con La Cofradía de los Elegidos. Sesiona en Coral Gables, pero su localización no está determinada por la geografía sino por el espíritu de los convocantes. Por eso es que para poder entrar hay que pedirle la llave a uno de ellos.
Solo espero que nunca me dejen afuera. Si oyen que alguien hace mucho ruido en la calle, tanto que llega a enfurecer al vecino veterano de Irak, ese soy yo. ¿Oíste, María Isabel Díaz?

09 abril 2012

Cuatro poemas en Books & Books

La lectura en la librería Books & Books, de Coral Gables, fue solo un pretexto para convocar al evento más relevante de la noche, que fue la sesión de la Cofradía de los Elegidos (esa secta espirituosa que encabezan Eloy Ganuza y Pancho Céspedes). 
Aún así, Carlos Pintado y yo estamos felices por todos los reencuentros que allí se produjeron. Nunca podremos agradecer lo suficiente a Javier Iglesias, que hizo posible el suceso, y a Ernesto, que cometió el exceso de filmarlo. 

 




Los buitres

 
Fue un día extenso, ocurrieron demasiadas cosas.
Pusimos el reloj para las cinco y media.
Aunque el GPS insistía en que tomáramos otras rutas,
elegimos seguir por toda la Calle 8
hasta vernos flanqueados por los canales.
Sobre Miami caía una llovizna incesante.
Una anciana, aún medio dormida,
se llevó una luz roja y estuvo a punto de chocarnos.
Justo en ese momento pusiste algo de música.
Pero la quitaste de inmediato.
Preferimos el silencio de la ciudad,
aquella penumbra inalterable
que nos enseñaba el camino hacia los Everglades.

Cuando regresamos ya era de noche.
En el trayecto habíamos repetido varias veces
la canción que quitaste al principio.
Las luces de Coral Gables nos parecieron insuficientes.
Nada lograba aclarar aquella oscuridad
que traíamos dentro.
Ni siquiera la Luna Llena le agregaba luz al domingo.

Se haría tedioso describir todo lo que hicimos,
pero tengo la sospecha
de que al final solo recordaremos
la escena del aligátor moribundo.
Un miccosukee permanecía inmóvil,
cruzado de brazos,
mientras los buitres se abalanzaban.
Aún se movía.
Acababa de ser atropellado por una camioneta.
Redujimos la velocidad.
Te pedí que sacaras la cámara.
Nos quedamos unos segundos mirando fijo,
los suficientes para resumir
un día extenso, en el que ocurrieron demasiadas cosas.

Atando cabos

 
Hace una semana que no escribo nada, que no tengo nada que decir. La muerte de Heriberto Hernández me ha hundido en un raro silencio. Me acababa de tomar un café y miraba por la ventana del hotel, en dirección al nuevo estadio de los Marlins.
Por eso aún asocio el mensaje de Alfredo Zaldívar con aquella taza amarga, sin nada de azúcar: “Una pregunta urgente. La familia de Heriberto Hernández pregunta si es cierto que murió. Díganme si saben algo. No tengo a quien preguntarle. Arístides también me escribió por el mismo tema. Ojalá sea mentira. Qué horror. Disculpen”.
Estuve a punto de responderle que eso era falso, que hacía apenas unas horas habíamos compartido, junto a otros amigos entrañables, una noche espléndida. Pero le comenté a Diana y ella me sugirió que primero llamara al único teléfono que teníamos. Salió la voz de Heriberto, pidiendo que le dejara un mensaje.
Entonces se me ocurrió entrar a su Facebook. Encontré un muro lleno de velas encendidas. Poco después, los que celebramos junto a él su última noche, empezamos a compartir fotos, frases, ideas, cualquier cabo suelto que nos permitiera atar cada detalle, desde las 8 de la noche hasta las 6 de la mañana.
Hace una semana que no escribo nada, que no tengo nada que decir. Todo ese tiempo he permanecido dando vueltas en el mismo lugar. Recuerdo que llegó un momento en que nadie pudo más. Emilio tenía gripe; Gerardo se iba de viaje; Juan Carlos, Javier, Germán, Joaquín, Tinito y nosotros debíamos hacer cosas desde bien temprano.
Nadie sospechó nada en ningún momento. Ni siquiera Heriberto. Solo de eso estoy convencido.

04 abril 2012

Heriberto Hernández Medina

 
Quería escribir sobre nuestro encuentro a mi regreso a Santo Domingo. Los dos semanas en Miami sucedieron a demasiada velocidad, no me daban tiempo a nada. Pero ahora, en el aeropuerto de Fort Lauderdale, por fin puedo abrir la computadora. Afuera, una aeronave de JetBlue recuerda a su “pájaro azul”.
Heriberto Hernández Medina era un hombre de éxito. Arquitecto y poeta. Parecía ser el que mejor de todos nosotros había entendido al capitalismo. De lejos, su corpulencia podía pasar por gringa. Solo una cosa delataba su origen, aquel incorregible caminao de guajiro de Camajuaní.
Todo su peso me cayó encima en el primer abrazo. Fue en el patio de Books & Books, donde Carlos Pintado y yo tuvimos una lectura de poemas. Habíamos estado 13 años sin vernos, pero la conversación no daba esa impresión. Hablamos muchas cosas sin importancia, como hacen los amigos que comparten todos los días.
Quedamos en encontrarnos el sábado en la noche en su casa. Allí estaban Emilio García Montiel, Gerardo Fernández Fe, Juan Carlos Valls, Verónica Cervera, Joaquín Badajoz, Javier Iglesias, Germán Guerra, Tinito Díaz... Fue una noche larga. Volvimos a hacer los mismos cuentos que hicimos siempre, recordamos lo que siempre merece ser recordado. A las 6 de la mañana por fin nos fuimos.
Al final la borrachera nos dio por el Premio Nacional de Literatura. Entregamos unos cuantos y retiramos otros tantos. Alguien pidió que se leyeran poemas, pero la reunión no se prestaba para eso. Había demasiadas cosas que recordar (advertimos que estamos viejos, que ya empezamos a perder la memoria).
Heriberto reconstruyó con lujo de detalles los sucesos de la Librería El Pensamiento, en Matanzas. Emilito trató de dar con la orquesta que tocó algo sobre las guaguas Hino. Gerardito regaló su nueva novela. Javier organizó futuras tertulias. Germán resumió la visita de Ratzinger a Cuba. Juan Carlos reconcilió lo más que pudo. Tinito hizo silencio.
Ya nos íbamos, pero Heriberto me hizo regresar desde la calle hasta su estudio. Subimos unas escaleras hasta dar con tres fotos de Lezama que Iván Cañas le acababa de regalar: Lezama en su sillón, tabaco en mano. Lezama otra vez sentado, mientras Baldomera permanecía a su espalda. Lezama sofocado, encallado como una ballena en el mismo medio del Prado.
Esa fue la última vez que lo vi. Estaba feliz, felicísimo. Cuando di la espalda, en el interior de su casa aún se oía la voz de Marta Valdés. Su música fue la única que oímos en toda la noche. Al día siguiente, a las 5:49 p.m., me envió un mensaje de texto: “Llámame”. Lo vi demasiado tarde, pensé que ya estaría durmiendo. Nunca sabré lo que quería decirme.