05 octubre 2011

El silencio de la Estación Central

Una de las cosas que más extrañé de Cuba en mis 10 años de ausencia fue el sonido de los trenes. Vivir en una estación y dormir a muy pocos pasos de la línea principal, me hizo dependiente de ese traqueteo acompasado que dividía en dos mitades al Paradero de Camarones.
Al día siguiente de nuestra llegada, a primera hora de la mañana, salimos rumbo a la Estación Central. Tarde en la noche, había escuchado los largos pitazos de una locomotora en dirección a la estación de Ciénaga. Los asumí como la primera señal de bienvenida que me daba La Habana.
Desembocamos por la misma calle que solía hacerlo en la ruta 43. Casi todo el paisaje estaba intacto. El fuerte olor a gas, las colas de las guaguas y los escándalos de los solares circundantes permanecían en el mismo lugar que los dejé. Solo una cosa había cambiado radicalmente: los andenes estaban vacíos.
En los años 80, incluso en los peores 90, era imposible llegar hasta allí y no encontrar por lo menos tres o cuatro trenes que acababan de llegar o estaban a punto de irse hacia los extraños pueblos. En todo el patio no había más que dos vagones Budd, encallado como barcazas en un apartadero.
Eran las ocho de la mañana y el próximo tren saldría al amanecer del día siguiente. No me quedaba más remedio que seguir esperando. Una vez más, La Habana me dio una lección de paciencia; justo ella, la que más la ha tenido de todos nosotros.

3 comentarios:

Odette dijo...

El olor a gas... ves?... ése es el olor distintivo cuando uno llega a La Habana.

Ramón Valdés dijo...

Precioso Camilo, tienes el don de describir poeticamente la realidad de Cuba, te felicito.

Anónimo dijo...

Es cierto, ha sido la Habana la más paciente, esperaba tu regreso y tus crónicas del viaje, vas bien… Venegas.