He pasado más noches en México D.F. que en ella. De las calles de La Habana y Santo Domingo tengo muchos más recuerdos que de las suyas. Sin embargo, no hay ninguna ciudad en el mundo a la que yo pertenezca más que a “la linda ciudad del mar”. Eso lo supe desde el primer día, cuando a Cienfuegos llegué/ y esa ciudad quise verla.
Su olor, su aire, su luz, su sombra, sus nubes… Todo en Cienfuegos me resulta tan familiar, que hasta sus presunciones acaban por convencerme. Es cierto que quiso ser francesa en una bahía del Caribe. Es verdad que se atrevió a tener un teatro como si fuera París. Pero, en honor a eso, ha resistido con una elegancia insuperable todos los vendavales y el desdén.
Ya Benny Moré dijo por qué le decían la Perla. Él, como nadie, nombró todas las cosas que identifican a los cienfuegueros. Yo solo quiero recalcar las que a mí me hacen pertenecer a ese espacio, que siempre miré desde el horizonte sin salida al mar que tiene el Paradero de Camarones.
Uno de los grandes descubrimientos que le debo a Cienfuegos son las escaleras de caracol. La primera que vi, en casa de una tía lejana, me mantuvo un día entero con la boca abierta. No me podía creer aquel artefacto a través del cual uno daba vueltas en círculos para avanzar en línea recta, hacia abajo o hacia arriba.
Años después, tuve mi primer empleo en un edificio que estaba coronado por la más bella escalera de caracol que he visto en mi vida. Cada vez que podía, alcanzaba su final y me quedaba un rato allá arriba, admirando el olor, el aire, la luz, la sombra y las nubes de Cienfuegos, la ciudad que más me gusta a mí.
Nunca he vivido en ella. Pero, como diría Calamaro, soy suyo con todas las fuerzas de mi corazón.