20 agosto 2008

Gas Car

En 1986 mi abuelo Aurelio estaba muy enfermo, pero tenía cara de que iba a vivir por lo menos cien años. Nada de lo que me rodeaba en la estación de Ferrocarril del Paradero de Camarones parecía tan perecedero como al final resultó siendo. Estos tres poemitas, que alguna vez formaron parte de un libro que se llamaba Gas Car y que reaparecieron inexplicablemente, son ahora una de las pocas cosas que he podido rescatar de aquel naufragio.

EL TREN QUE PASA
Nunca haré un gran poema.
 No tengo paciencia para escribir
esos ríos de versos.
Las obras rotundas me producen alergias.
Jamás lograría encontrar
la medida unitaria
de las cosas trascendentes.

El tren que pasa es mi único testimonio,
lo único que quisiera contar
de todo lo que está sucediendo.


EL ESPEJO DEL APARADOR

¿Qué dirás de mí cuando vuelvas a esta casa
y la encuentres vacía?
¿Qué pensarás de esto que escribo
cuando todo está en pie y aún existe
lo que tendrás que recordar para siempre?
¿Con qué te quedarás de lo que soy ahora,
sin haberte dado tiempo a corromperme,
a viciarme con el tiempo y la indulgencia?


OJO DE AGUA

El lisiado que viene a esperar al tren en su antiguo quitrín,
la muchacha que se va de aquí para siempre,
el niño que se come un mango debajo de una nube de moscas,
las dos viejecitas de las dos sombrillas negras,
el miliciano, el apostador clandestinos y el guardafrenos.

Aunque en este apeadero nunca cambia nada,
ninguno de esos seres volverán a reunirse;
nadie podrá juntarlos otra vez en este punto y a esta hora,
mientras el mixto de Cumanayagua hace su parada reglamentaria.

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