15 diciembre 2006

La caída de Buzz Lightyear

Ana Rosario y yo nos aprendimos Toy story de memoria en un sillón que se quedó en la Habana, justo en el medio del aquel espacio donde sobrevivimos los avatares de una época que ahora también se parece a una película, pero en blanco y negro, casi muda. Ese mueble aún debe tener el hoyo que le hicimos mientras compartíamos las risas y las angustias de Woody y Buzz Lightyear.
Más allá de todos los hallazgos tecnológicos de Pixar (que hicieron envejecer a los clásicos de Disney de un día para otro), la clave del éxito de cada una de sus películas es esa ilimitada capacidad que tienen sus realizadores para hacer que lo inconcebible se parezca demasiado a la vida misma.
Fundada por George Lucas y propulsada por Steve Jobs, Pixar ha logrado, fábula tras fábula, un espacio donde padres e hijos pueden sentarse a participar de una misma historia sin que ninguno de los dos se sienta timado. A Pixar yo le debo no sé cuántas horas de complicidad con mi hija. Creo que ella se muerde el índice de la mano izquierda cuando está en aprietos, porque antes me vio a mí hacerlo mientras Buzz Lightyear caía al vacío.
Parecerá tonto, pero nunca puedo evitar las lágrimas cuando veo esa escena. Es una de mis preferidas en toda la historia del cine. Cada vez que Buzz descubre que no es un guardián espacial sino un juguete incapaz de volar, yo caigo con él por esa interminable cámara lenta. Es algo muy breve, pero que puede durar todo lo que nosotros queramos si la volvemos a ver con ellos y nos dejamos convencer por su inocencia.

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